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Actualizado: 17 de junio de 2025


Los prados renacían, la yerba había crecido fresca y vigorosa con las últimas lluvias de Septiembre. Los castañedos, robledales y pomares que en hondonadas y laderas se extendían sembrados por el ancho valle, se destacaban sobre prados y maizales con tonos obscuros; la paja del trigo, escaso, amarilleaba entre tanta verdura.

Hasta los perros encogían el rabo y se ponían a la vera y al andar de la gente, sobre todo cuando se oyó bramar el cierzo entre los pelados robledales y en las gargantas de la cordillera, y se enturbió de repente la luz, como si fuera a anochecer enseguida, y se vio desprenderse de lo más negro y más lejano de las nubes aquel pingajo siniestro que había visto yo desde mi casa, y unirse luego con el otro pingajo que ascendía de la tierra, y comenzar, fundidos ya en una pieza los dos, a dar vueltas como un huso entre los dedos de una «jiladora» y andar, andar, andar hacia ellos, los peregrinos del monte, como si lo empujara el bramar que se oía detrás de ellos, si no era ello mismo lo que bramaba, repleto de iras y de ansias de exterminio, muertes y desolaciones.

La montaña, desde que yo no andaba por ella, había cambiado mucho de aspecto: los robledales que dejé bastante bien vestidos todavía, aunque con el ropaje mustio y amarillento, se hallaban completamente desnudos, y lo mismo les pasaba a las hayas y a los arbustos de «hoja mudable». El suelo estaba «deslavado»; la yerba de las brañas, tendida y atusada como el pelo de una cabeza recién sacada del agua, y era cada hondonada un torrente.

Caminaban los tres la vuelta de Villoria un sábado del mes de Julio, víspera de la romería del Carmen. En vez de seguir el camino real que por el fondo de la estrecha cañada conduce á aquel lugar, habían tomado por el monte arriba entre castañares y robledales, no tanto para guardarse de los rayos del sol como de las miradas de los indiscretos. Porque es de saber que los tres mozos llevaban á Villoria una embajada extraordinaria, una misión delicadísima que exigía tanto sigilo como diplomacia. Sus convecinos los habían diputado para dar satisfacción á los mozos de Riomontán, de Fresnedo y de la Braña.

Señorito y capellán emparejaron y alabando la hermosura del día, acabaron de visitar el huerto al pormenor, y aun alargaron el paseo hasta el soto y los robledales que limitaban, hacia la parte norte, la extensa posesión del marqués.

Ensanchábase el horizonte, extendiéndose entre las montañas los campos verdes, y los robledales de tono bronceado, interrumpidos á trechos por las blancas manchas de las caserías. El sol asomaba por primera vez en la mañana al través de un desgarrón de las nubes, y el humo que se extendía sobre la villa tomaba una transparencia luminosa, como si fuese oro gaseoso.

Una vez sola había estado en la capital montañesa, disfrazando con el deseo de pisar «la tierra de mis mayores», como diría mi padre, la tentación de veranear en aquel puerto que comenzaba a ser «elegante». Atravesando en ferrocarril la cordillera cantábrica casi por encima de las fuentes del Ebro, recordé que «por allí», no sabía si a la derecha o a la izquierda, debía de andar mi casa solariega, en algún repliegue de aquellos montes encapuchados de neblinas y ceñidos de negros robledales.

Aun me parece ver todos los sitios por donde pasamos: el conejar cuajado de brezos, lleno de madrigueras junto a los árboles amarillentos, con esa gran cortina de robledales donde creía ver escondida la muerte por doquiera, y la verde sendita por donde mi madre la Perdiz había paseado tantas veces su pollada bajo el sol de mayo, donde picoteábamos, saltando, las hormigas rojas que subían por nuestras patas, donde encontrábamos faisanitos cebados, gordos como pollastres, y que se negaban a jugar con nosotros.

Insensible al cálido día, Artegui levantaba la cortina un poco, se asomaba, miraba el país, los robledales, la sierra, los valles profundos. Una vez acertó a ver pintoresca romería.

Muchos montes despojados de la envoltura roja, que era su carne, mostraban el armazón calcáreo, la triste osamenta. Los prados de otras épocas, la tierra vegetal con sus maizales y robledales, todo había desaparecido, como si soplara sobre aquellas montañas un viento de fuego.

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