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Actualizado: 4 de junio de 2025


Cuido de las gallinas, que son de lo más ponedoras; tengo también una pollada de patitos, que no te puedes imaginar lo que gozan cuando los llevo a una lagunita que hay inmediata a la estancia. Los días claros me entretengo en contemplar los reflejos del sol en sus plumas azules. Están lindísimos los patitos.

Aun me parece ver todos los sitios por donde pasamos: el conejar cuajado de brezos, lleno de madrigueras junto a los árboles amarillentos, con esa gran cortina de robledales donde creía ver escondida la muerte por doquiera, y la verde sendita por donde mi madre la Perdiz había paseado tantas veces su pollada bajo el sol de mayo, donde picoteábamos, saltando, las hormigas rojas que subían por nuestras patas, donde encontrábamos faisanitos cebados, gordos como pollastres, y que se negaban a jugar con nosotros.

La brillante pollada del balcón agitábase con gran algazara, sin importarle las miradas curiosas de los de abajo; dominaba en ella esa nerviosa alegría de las jóvenes cuando, libres momentáneamente del sermoneo de las mamas, sienten una oculta comezón, un vehemente deseo de cometer diabluras. Con el anhelo de su libertad, iban de una parte a otra sin saber por qué.

Lo más característico del barrio eran los chiquillos. De cada casucha baja y roma, al lucir el sol en el horizonte, salía una tribu, una pollada, un hormiguero de ángeles, entre uno y doce años, que daba gloria.

Vea usted esos cuatro ventiladores que la rodean como si fuesen su pollada: cuatro trombones amarillos, con la boca pintada de rojo, por los que podríamos colarnos los dos a la vez. Llevan el aire a las profundidades de las máquinas y los hornos. Digamos que son las ojivas que ventilan esta catedral de acero y hulla.

Palabra del Dia

irrascible

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