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Actualizado: 24 de junio de 2025
Llamó varias veces á su doncella que iba de un lado á otro, llevando dobladas sobre el brazo muchas piezas de ropa interior y varios vestidos. Toda la servidumbre cambiaba signos de asombro, como si en la casa ocurriese algo extraordinario. Doña Cristina revolvía su olvidado guardarropa.
Se revolvía contra la nada de la muerte. ¡Aquella carne de su carne estaba pudriéndose en un cementerio ignorado de Alemania! ¿Y esto era todo?... ¿Ya no había más?... ¿Moriría ella á su vez y no volvería á encontrar en una existencia superior aquel hijo en el que había concentrado toda su voluntad de vivir? ¿Se borrarían ambos en la realidad, como dos puntos microscópicos, como dos átomos, cuya vida nada significa?...
Mientras tanto, nuestra pobre amiga se encontraba muy afectada y abatida, preguntando a cada instante por su Inocencio. Yo, para no afligirla más, le dije que el autor lo había tomado con resignación y se había salido del teatro a respirar un poco el fresco. La infeliz se revolvía contra sí misma echándose toda la culpa. Se alzó el telón para el acto tercero: todos acudimos a las cajas con afán.
No me revolvía contra las adulaciones que, después de todo, no podían ya hacerme cambiar de opinión en ningún caso: las acogía como inocente expresión del juicio público en una época en que la abundancia de lo mediocre había tornado indulgente al gusto embotando el sentido acerado de las cosas superiores.
Habíase quedado estupefacto; latíale el corazón, temblábanle las rodillas, y revolvía aquellos papeles con el ansia temerosa, el gozoso terror, si así es posible sentirlo, del débil hombrecillo que se encontrara de repente entre las manos fabulosas riquezas de un gigante formidable que no ha de dejárselas arrebatar.
Que se perdiese todo: que se lo llevase la mala suerte. ¡Para lo que servía la riqueza!... Y revolvía sus ojos furiosos por los planos y modelos del despacho, como si maldijera del poderío industrial, haciéndolo responsable de su desgracia. En aquel momento aborrecía al muchacho que esperaba en las oficinas. ¡La juventud! ¡la insípida y antipática juventud!
Ya se levantaba, ya se revolvía, echaba las piernazas fuera de la cama, y los brazos como aspas de molino... ¡Luego unas voces y unos berridos...! Ya sabes el diccionario que gasta... Y a lo mejor se quedaba como un gato que acecha, los ojos como ascuas, y hablando bajito, bajito, y señalando para la mesa en que está el altar y la lamparilla, decía: «Mírenlo, mírenlo; allí está». ¡A mí me daba un miedo...! Prefería oírla gritar... Créete que me horripilaba cuando le veía señalar a la luz y al altarito.
Los días iban transcurriendo pesados, largos y cansados, días sombríos de principios de primavera, durante los cuales me revolvía en la cama, impaciente, desesperado e impotente. Ansiaba poderme levantar y actuar con actividad, pero Walker me lo prohibía. En cambio me traía libros y diarios, y ordenaba tranquilidad y absoluto descanso.
Luego, la esposa de Gallardo se revolvía furiosa contra el público en sus cartas. Una muchedumbre de ingratos, que ya no se acordaban de lo que el torero había hecho en otras ocasiones, cuando se sentía más fuerte. Gentes de mala alma, que deseaban para su diversión verle muerto, como si ella no existiese, como si no tuviera madre. «Juan, la mamita y yo te lo pedimos.
Llegaba adonde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra; pero, al cabo de una buena pieza, preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo que había de responder, le dijo: ¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra merced?
Palabra del Dia
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