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Actualizado: 25 de mayo de 2025
El joven pensó en morir. ¿Qué le quedaba que hacer en este mundo? Muerta Magdalena, ¿qué lazo podía unirle a esta mísera existencia? ¿No lo había perdido todo con su amada? No le restaba otra cosa que reunirse con ella, como ya se lo había prometido a sí mismo tantas veces desde que estuvo seguro de que no había remedio. Amaury razonaba de este modo: Una de dos: o hay otra vida o no la hay.
Aun así, le restaba una fortuna considerable a la Iglesia Primada, y mantenía su esplendor como si nada hubiese ocurrido; pero el señor Esteban husmeaba el peligro desde el fondo de su jardín, enterándose por los canónigos de las conspiraciones liberales y de los fusilamientos, horcas y destierros a que tenía que apelar el señor rey don Fernando para contener la audacia de los «negros», enemigos de la monarquía y la Iglesia.
Yo comprendí.... Dios y mis desgracias me han dado alguna penetración... comprendí que mi buen amigo había encontrado en esta pobre algunos méritos personales, y no estaba conforme con que yo fuera su criada, ni su pupila, ni tampoco su hija; quería llevar su generosidad hasta un extremo tal.... El agradecimiento llenaba mi corazón; ¡qué regocijo me causa el agradecer y el pagar, aunque sea con poco!... Yo acepté entonces los favores de mi protector, y me dije que debía hacer todo lo posible por merecer el bien inmenso que aquel hombre quería hacerme. ¡Ay! cómo luchó entonces por arrancarme lo que aún restaba de lo pasado.... Aún quedaba algo: negarlo sería mentir.
Andrés se lo quitó, riendo, con un beso. En seguida bebió lo que restaba. Aquel desayuno campestre les infundió alegría: sin saber por qué, reían al mirarse. El joven cortesano sacó una moneda de plata y la echó en la vasija.
¡Cómo recordaba Leonora aquella época de estrechez y ensueños!... Poco a poco iban devorando la pequeña fortuna que al doctor le restaba allá abajo. Había que vivir y pagar a los maestros.
Ya desde sus primeros años, al recibir las nociones elementales de la ciencia de la cantidad, sumaba y restaba de memoria decenas altas y aun centenas. Calculaba con tino infalible, y su padre mismo, que era un águila para hacer, en el filo de la imaginación, cuentas por la regla de interés, le consultaba no pocas veces.
Aborrecía todo lo extranjero, y muy particularmente aquel París, donde imaginaba que los Quiñones de León no tenían influencia muy decisiva. Hasta sospechaba vagamente, con horror, que eran desconocidos. Por supuesto que procuraba apartar la mente de tan disparatada idea. Si llegase a penetrar por completo en su espíritu, ¿qué le restaba al noble caballero? Morir, y nada más.
¡Aquello era un escopetazo! ¿Pero cómo diablo?... ¿Se había vuelto loco?... ¿Qué era aquello, señor?... ¡Vamos a ver, vamos a ver!... Nada; don Mariano no pudo decir nada, porque antes de que pudiera decir, hacer o pensar algo, ya tenía a su hija colgada del cuello llorando a lágrima viva. ¿Qué le restaba al noble caballero? Llorar también.
Que se levante el ejército, pero que se siente don Cristóbal gritó uno. El Jubilado quedó parado en firme, echó una mirada de triste reconvención hacia el sitio de donde había partido la voz, se llevó el pañuelo a los ojos para enjugarse las lágrimas, bebió con calma lo que restaba de vino en la copa y se sentó gravemente entre el aplauso y la risa de los comensales.
Al fin, un calavera olvidado de la religión y las buenas costumbres, que había derrochado lo que restaba de la fortuna de su casa. ¿Qué iban a decir sus ilustres parientes? ¡Qué vergüenza la de su tía doña Juana, aquella noble señora la más santa y linajuda de la isla a la que, unos por burla y otros por exceso de veneración, llamaban «la Papisa»! Adiós, madó... Al anochecer estaré de vuelta.
Palabra del Dia
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