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Encontrábase despegado, por decirlo así, de la tierra, no sólo a causa de la elevación natural de su alma, sino por la voluptuosidad del triunfo. Su faz municipal resplandecía como la de un dios. ¡Atrás para siempre todas las luchas, todos los obstáculos que amargaran su preciosa existencia hasta entonces!

Obdulia se arrodilló de nuevo llena de confusión, roja como una amapola. La figura corpulenta del obispo se agrandó desmesuradamente delante de sus ojos; su blanca cabeza coronada por el morado solideo resplandecía de majestad. Los cargos de la Iglesia católica no deben ser empleos codiciados: no se buscan, se aceptan con humildad y resignación.

Todos los que fueron designados por Juan Claudio Hullin se reunieron en la cabaña del ségare al abrigo de la campana de la inmensa chimenea. Un cierto buen humor resplandecía en el rostro de aquellas animosas gentes.

Y no obstante, después que el insignificante acto se hubo consumado y que una vida, con todos sus derechos y deberes, hubo salido de aquella cosa diforme que colgaba entre la tierra y el cielo, los pájaros piaban aún alegremente, las flores se abrían y el astro del día resplandecía tan majestuoso como siempre. Tal vez el pregón de Red-Dog tenía razón.

Quizá en Madrid llamasen también la atención; porque en la capital de España, no hay más remedio que confesarlo, tampoco es frecuente ver a los sabios en su verdadero traje por las calles. La iglesia resplandecía por dentro de luces y ornamentos. Parecía, según la expresión vulgar, un ascua de oro.

Había en la antesala tapices y reposteros, donde se veían bordados los complicadísimos escudos de la gloriosa e histórica familia de los Pintos; y en el centro, frente a la puerta de entrada, resplandecía, en gran cuadro al óleo, al parecer antiguo, la reverenda imagen de Fernán-Méndez, tan célebre por sus estupendas peregrinaciones, y uno de los más brillantes antepasados de que aquella familia se jactaba.

Avila resplandecía en el oro húmedo y blanquecino de la mañana, como una pequeña Jerusalén. La religiosa emoción la henchía, la perfumaba. Las flores de los árboles, asomando por encima de las tapias, pendían sobre las callejuelas. Impaciente alegría parecía bajar de las campanas silenciosas y difundirse sobre todo el caserío.

Su Majestad se había incorporado en el lecho. Aún tenía puesta la venda. El general avanzó lentamente, con respeto y cortedad. Extendió la mano con el candelero. La luz iluminó de lleno el semblante de D. Carlos, en el cual no resplandecía ningún destello ni aun chispa leve de inteligencia. Zumalacárregui dijo con voz ahogada por la emoción: «Señor»: y se inclinó. Parecía un pino que se dobla.

En la más elevada cumbre de sus montes no resplandecía aún restaurado el castillo que llaman de la Peña, donde el maravilloso ingenio artístico del Rey D. Fernando, consorte de doña María de la Gloria, ha mostrado su inspiración y lucido su inventiva, labrando la piedra con mil primorosos caprichos y dando ser a un extraño monumento arquitectónico que más que de hombres parece vivienda de silfos y de hadas.

La violenta emoción que acababa de experimentar unida a la dicha que estas palabras evocaron en su pecho le trastornaron de tal modo, que se echó a llorar como un niño. Entonces ella le empujó hacia un rincón y se alzó vivamente, tapando con su gallarda figura el espacio que la cortina dejaba descubierto. Su rostro hechicero resplandecía de felicidad.