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Actualizado: 22 de mayo de 2025


Y la de Sánchez Morueta, pensaba en su pariente el doctor, como siempre que había de indignarse contra alguna impiedad. Recordaba su comparación del hermoso templo con el forro interior de uno de esos baúles que usan las criadas, matizados de chillones colorines. ¡Decir tal cosa, cuando todo estaba en aquella iglesia discurrido y ordenado para comodidad y suave placer de los fieles!

El principal de todos era, como es natural, la enfermedad de su esposa coincidiendo con la aparición de la niña. Recordaba la extraña tenacidad con que se opuso a que subiese médico alguno a verla; luego el mimo, los cuidados exquisitos que se prodigaron a la criatura.

A veces perdía bruscamente el terreno perdido, quiero decir, que por causa de algún sueño, de alguna conversación que me recordaba las cosas pasadas, o por nada, por simpleza mía, volvía a sentirme atormentadísima, y me parecía tenerle delante y oírle, ¡siempre tan cariñoso, siempre tan bueno, pero siempre hermano!... En fin, aquellas recaídas... porque eran como las recaídas de una enfermedad... pasaban también.

Como después de todo el negocio no era de gran entidad, las pérdidas tampoco fueron cuantiosas. A pesar de eso, el duque, que las había llorado como si lo fuesen y no había escaseado a su secretario frases groseras e insultantes, le recordaba a cada instante el asunto.

En días sucesivos leyeron con las cabezas juntas, como los amantes adúlteros del poema dantesco. «¡Qué hermoso! exclamaba ella . ¿Y dices que esto tiene miles de años? ¡Si es de lo más moderno! ¡Si parece de ahora!...» Llevada de su caprichosa imaginación, lamentaba que las palabras nobles y melancólicas de Prometeo no fuesen acompañadas de música. «Una música de Wagner, ¿me entiendes?, de nuestro amado don Ricardo... O mejor de Beethoven: algo así como la Novena sinfonía». Fernando recordaba la escena que los había hecho comulgar a los dos en el estremecimiento de la admiración.

Cuando el señor Aubry de Chanzelles recordaba esta época de su vida, en la que, débil y abandonado, no entreveía ninguna esperanza de salvación, sentía aún una viva emoción y se preguntaba cómo había tenido fuerzas para resistir aquellas noches de fiebre y los malos tratamientos.

El duque estaba de tal modo fascinado por aquella mujer, en cuyos triunfos le tocaba alguna parte, pues cumplían sus pronósticos, y tal era el entusiasmo que su canto le inspiraba, que no tuvo inconveniente en pedirle que diese lecciones de música a su hija, no obstante que recordaba el pronóstico de su amable amiga de Sevilla y estremecía al reflexionar sobre el aplazamiento que le había dirigido la condesa.

Entre su deseo y su esperanza surgía el recuerdo de las últimas frases que Cristeta le dijo en el antepalco. Las recordaba claras, indudables, palabra por palabra, sílaba por sílaba. «... No me hagas ser mala... ¡No quiero!... Vete... ¡Nunca

Buscó y rebuscó Isidora en todos los bolsillos, gavetas y huecos, porque recordaba que en otra ocasión parecida había encontrado de repente una moneda de oro olvidada en el fondo de un cajón de la cómoda; mas ninguna moneda de plata ni de oro apareció aquella vez, con lo que se dio por vencida, y resolvió que la cena fuese una modesta colación, más propia de día de ayuno que de noche de Navidad.

A un extremo de la gigantesca excavación la montaña se había venido abajo, formando una cascada inmóvil de ondas de tierra y enormes pedruscos. El médico recordaba la catástrofe ocurrida cuatro años antes. La cantera se había derrumbado, cogiendo en su caída á una cuadrilla de obreros que trabajaba en su base.

Palabra del Dia

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