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La de Raynal, repantigada en una mecedora, sonreía benévolamente a toda aquella familia menuda y se interesaba por las diminutas pescadoras que iban, rojas de placer, a hacerle admirar su cosecha de «frutti di mare», y por los precoces ingenieros que plantaban gravemente una bandera en los minúsculos fuertes que habían construido con la arena.

¿Empleada de Correos? Empleada de Correos. Por cierto que he creído ver una figura nueva al pasar por delante de la oficina; un militar... Es su hijo adoptivo... un pariente... el capitán Raynal. El conde de Candore hizo sonar la lengua con expresión de duda. ¿Crees en los hijos adoptivos, tío? El anciano respondió con cierto dejo de severidad: , sobrino, como en los hijos abandonados.

Ya no comprendía. He aquí los hechos expuso metódicamente el notario. La señorita Raynal aquí presente, recogió, hace cerca de veinticinco años, a un niño huérfano de madre y abandonado por su padre. Esta señorita le prestó su nombre, pero hoy quiere dárselo legalmente y ha creído, por consejo mío, que debía consultar con usted previamente.

Aquella ingrata tarea debía producirle grandes intereses, y cuando la de Raynal le proclamaba irresistible, estaba muy cerca de la verdad. A la dolorosa angustia que le oprimía el corazón se mezclaba en Liette un sentimiento muy dulce del que no pensaba en desconfiar ni en defenderse; era el agradecimiento y nada más... El médico del pueblo se mostraba poco tranquilizador.

Después la brusca parada en vísperas de ascender a coronel; la parálisis a consecuencia de una insolación que venció al brillante oficial, a él, a quien las balas enemigas habían dejado en pie. Después la despedida al regimiento, a la vida activa y brillante, el retiro, la enfermedad, la miseria... Raynal no tenía más que su sueldo.

Por muy maravillosa que fuese la historia y graciosa la narradora, no encantó más que medianamente los oídos del oyente. ¿Cómo se llamaba aquel héroe? El capitán Raynal. Raynal... Raynal... El conde buscaba en vano en el fondo de su memoria.

¡Pobre mamá! Entonces ella, que lo había adivinado todo, no pronunció más que un nombre: ¿Raúl? No, Jorge rectificó Liette con sonrisa forzada. La de Raynal hizo un movimiento de impaciencia. En verdad, hija mía, tienes poca confianza en tu madre dijo en tono de despecho. ¿Quieres esperar a que esté muerta? ¡Oh! mamá... ¿Crees que no veo claro? ¿Por qué dejarme marchar en la duda? ¡Madre mía!...

El resultado de su diplomacia fue que la semana siguiente Julieta Raynal daba su primera lección en Candore ante la mirada severa de la condesa, benévola de Neris e indiferente, al menos en apariencia, del joven conde. Julieta iba ya todos los días al castillo, donde todo el mundo le hacía la más simpática acogida. Blanca estaba encantada de su institutriz.

Desde entonces empiezan a llegarnos libros europeos que nos demuestran que Voltaire no tenía mucha razón, que Rousseau era un sofista, que Mably y Raynal eran unos anárquicos, que no hay tres poderes, ni contrato social, etcétera, etc. Desde entonces sabemos algo de razas, de tendencias, de hábitos nacionales, de antecedentes históricos.

Su ausencia, no muy larga, no fue perdida para él, pues la de Raynal no cesó de prodigarle elogios. ¡Qué encantador caballero! Tan sencillo, tan amable, tan respetuoso con las señoras... Enteramente como tu pobre padre, hija mía. Liette no pensaba en interrumpirla, dulcemente mecida por aquellas palabras acompañadas muy bajito por una melodía de Gounod.