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No ha sido por mi culpa respondió cándidamente la de Raynal, cuya charla continua recordaba el gorjeo de los pájaros y que desde que se había levantado estaba molestando a su hija con consideraciones interminables sobre los menores incidentes de la velada memorable.

Carlos Raynal, huérfano desde la cuna, no recordaba más parientes que aquella tía Liette que le había recogido antes de que su boquita sonrosada hubiese balbucido el nombre de «mamá» cuya dulzura no debía jamás saborear.

Perdone usted dijo extendiendo su fina mano como para cortarle la retirada; si no comprendo mal, es a la señorita Raynal a la que se refieren sus insinuaciones... No diré a usted que eso no es digno de un noble, ni siquiera de un caballero... Pero, ¿no la ha mirado usted nunca? Dispense usted, señorita, pero la cuestión se extravía a un terreno muy delicado al que no puedo seguirla.

Al encontrarse en la pacífica casa del Correo, sentada en su estrecha oficina junto al ventanillo ante el cual desfilaban las mismas caras familiares, Liette hubiera podido creer que nunca había salido de allí. La de Raynal, vuelta a caer en su atonía, dormitaba inerte y pasiva recostada en su butaca junto a la ventana abierta.

A consecuencia de aquella acción, el capitán Raynal fue propuesto para la cinta roja... Pero él no pudo olvidar la cinta azul. La tía Liette no había vuelto a preguntar a Carlos si iría a Argicourt.

Si el sacrificio era discutible, la resignación silenciosa no lo era menos, y la de Raynal no tenía más que una excusa para alabarse así, que era su absoluta buena fe. En realidad, a pesar de su expresión lánguida, tenía en su charla la volubilidad de un chorlito y una necesidad irresistible de expansiones íntimas.

Allí estaba, en efecto, la semana pasada; pero he hecho un rodeo para visitar esa famosa isla de Jersey que los ingleses consideran como la octava maravilla del mundo por la única razón de que tiene el honor de ser inglesa, y también para comprobar el efecto de mi receta, pues sabe usted, señora de Raynal, que pretendo ser su médico de cabecera.

Hace veinte años que este pobre señor Hardoin es fiel a su despacho por no renunciar a esa preciosa vecindad, esperando que el mejor día la señorita Raynal se equivoque de puerta y se meta en su casa para no salir más. Hasta se dice que tiene encima de la mesa un contrato enteramente redactado en el que sólo falta una firma... Ríase usted, señor Neris.

Y todo se volvían idas y venidas del despacho al Correo, por fortuna próximo, como decía el aprendiz, que de otro modo hubiera estado cocido en obra. Después había empezado el desfile. Primero el señor Darling y su sobrina, que habían tenido una larga conferencia con el notario. Después había sido introducido el capitán Raynal y ahora estaban esperando al señor de Candore.