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Su ausencia, no muy larga, no fue perdida para él, pues la de Raynal no cesó de prodigarle elogios. ¡Qué encantador caballero! Tan sencillo, tan amable, tan respetuoso con las señoras... Enteramente como tu pobre padre, hija mía. Liette no pensaba en interrumpirla, dulcemente mecida por aquellas palabras acompañadas muy bajito por una melodía de Gounod.

El padre se la retiró bruscamente con visible desagrado. Y otra vez subieron a la tribuna varias damas y caballeros, y ejecutaron, en toda la extensión de la palabra, algunas melodías religiosas de Gounod. Al fin salieron del oratorio todas aquellas almas beatas y se dirigieron al salón.

Llegó un momento en que el frío y el dolor le apretaron tanto, que se sintió casi desvanecido, creyó morir, y elevando el espíritu a la Virgen del Carmen, su protectora, exclamó con voz acongojada: «¡Madre mía, socórreme!» Y después de pronunciar estas palabras, se sintió un poco mejor y marchó, o más propiamente, se arrastró hasta la plaza de las Cortes: allí se arrimó a la columna de un farol y, todavía bajo la impresión del socorro de la Virgen, comenzó a cantar el Ave Maria, de Gounod, una melodía a la cual siempre había tenido mucha afición.

Inmediatamente se dejó oír en el órgano el preludio de Bach que suele servir de acompañamiento al Ave María de Gounod. Y el coro de niños entonó este canto admirable de amor y de dolor, de angustia y esperanza al mismo tiempo. ¡Suave, hijos míos! Dulcemente... ¡como un murmullo! se oía decir a Reynoso. El obscuro recinto del templo se estremeció.

Aquellos espíritus ascéticos no podían olvidarse de que era un día consagrado por las penitencias de Jesús en el desierto. En su consecuencia, las niñas que se acercaron al piano abstuviéronse de cantar el vals de La Bujía Elegante. Sus gargantas piadosas no modularon más que el Ave María de Schubert, la de Gounod y otras piezas donde se exhala el amor divino.

Llegó un momento en que el frío y el dolor le apretaron tanto, que se sintió casi desvanecido, creyó morir, y elevando el espíritu a la Virgen del Carmen, su protectora, exclamó con voz acongojada: «¡Madre mía, socórreme!» Y después de pronunciar estas palabras, se sintió un poco mejor y marchó, o más propiamente, se arrastró hasta la plaza de las Cortes: allí se arrimó a la columna de un farol, y, todavía bajo la impresión del socorro de la Virgen, comenzó a cantar el Ave María, de Gounod, una melodía a la cual siempre había tenido mucha afición.