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Actualizado: 23 de junio de 2025
Antes de llegar a Urbia, a un lado y a otro, se veían casas de campo derrumbadas, fachadas con las ventanas tapiadas y rellenas de paja, árboles con las ramas rotas, zanjas y parapetos por todas partes. Martín entró en Urbia. La casa de Catalina estaba destrozada; con los techos atravesados por las granadas, las puertas y ventanas cerradas herméticamente.
De pronto, como si aquella conversación le fuese penosa, varió de asunto y deteniéndose al pie de un árbol se puso a contemplar, entre el follaje las últimas luces del día, el cielo dorado, sobre el cual se dibujaban, límpidas y claras las ramas de un gran, fresno desnudo, mientras yo ataba un haz de violetas.
Lo primero que pensó fué buscar una piedra, un árbol, algo donde atar la cuerda del bote, que sostenía con su diestra. Tuvo miedo de que durante la noche la resaca se llevase mar adentro esta embarcación, que representaba su única esperanza. Buscando en la penumbra, dió con un grupo de arbustos vigorosos cuyas ramas llegaban á la altura de su cabeza.
Ofrecía el hermoso caserón un aspecto lamentable; en la huerta abandonada, las lilas mostraban sus ramas rotas, y una de las más grandes de un magnífico tilo, desgajada, llegaba hasta el suelo. Los rosales trepadores, antes tan lozanos, se veían marchitos. Subió Martín por su calle a ver la casa en donde nació.
Juan Bou, para lo cual dicho se está que ha de emplear dos varas de cañamazo. Eso no importa. Yo regalo el cañamazo y las lanas. La enferma irá a convalecer a la sombra del árbol de la Ipecacuana, ese árbol milagroso, señoras, que está plantado en la litografía de la calle de Juanelo, y que ansía estrechar entre sus ramas a la descendiente de cien reyes.
Poco a poco, a impulsos del hacha y de la sierra, fueron desapareciendo los copudos y grandes castaños de hojas anchas y frescas con sus torsos retorcidos de piel rugosa, los gigantescos robles que habían renovado sus hojas picadas más de trescientas veces, los nogales que parecen enormes plantas de albahaca, los jugosos pomares, cuyas ramas se doblan hasta dejar delicadamente el fruto en el suelo, y otros árboles de arraigo y respetabilidad en el país.
En el cielo, vibrante de calor, no se veía nada más que una nube aparecer por el horizonte, cobriza, densa, como una nube de granizo, con el ruido de un huracán entre las mil y mil ramas de un bosque. Aquella nube era la langosta.
El cura, oculto entre las sombras del jardín, los vio irse, esperando para salir de su escondite que se hubiesen todos alejado, cuando notó que no lejos de sí, entre las ramas de unos arbustos y cerca de una reja, había un hombre, que indudablemente se quedaba rezagado adrede, y que, moviéndose de pronto cuidadosamente, se escurrió con cautela a lo largo de la casa, hasta penetrar en ella por una puerta de servicio, que por razón del baile aún estaba abierta aquella noche.
Cuando concluyó la oración del alba, la reunión se disolvió, nos despedimos del digno alcalde y de los futuros esposos, quienes se quedaron con él a concluir la velada, así como otros muchos vecinos; y nos fuimos a descansar, andando apresuradamente, porque a esa hora, como era regular en aquellas alturas, durante el invierno, la nieve comenzaba a caer con fuerza, y sus copos doblegaban ya las ramas de los árboles, cubrían los techos pajizos de las cabañas y alfombraban el suelo por todas partes.
Todo esto son fantasías contradictorias, avideces en conflicto, que pretenden todas, no obstante, determinar la marcha del arroyo. ¿Qué sería de un pobre árbol, á cuántas enfermedades monstruosas no se vería condenado, si, lozano y lleno de vida, fuera repartido entre varios propietarios, si numerosos dueños pudieran ejercer el derecho de uso y abuso, uno sobre sus raíces, otro sobre su tronco, sus ramas, sus hojas y sus flores?
Palabra del Dia
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