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Feliciana había salido a abrir con el quinqué en la mano, porque lo llevaba para la sala, y a la luz vivísima del petróleo sin pantalla, encaró Maximiliano con la más extraordinaria hermosura que hasta entonces habían visto sus ojos. Ella le miró a él como a una cosa rara, y él a ella como a sobrenatural aparición.

Una noche, después de recogida la familia y los criados, se hallaban ambas en el gabinete de la torre. María leía a la luz del quinqué de bomba esmerilada, mientras Genoveva, sentada en otra silla, frente a ella, se ocupaba en hacer calceta.

Entró a la sazón el padre Zorraquín muerto de frío y se sentó a horcajadas en una silla, frente a la chimenea, extendiendo sus pies hacia el fuego. Poco después el vivo calor de la llama le obligó a apartarse. Empezó a oscurecer, por ser en aquella estación las tardes más cortas que la esperanza del pobre, y Doña Hermenegilda dio luz a un esplendoroso quinqué, competidor del sol de invierno.

A cada lado de estos espejos se colocó un quinqué, sostenido por una peana anaecreóntico, donde se apoyaba el receptáculo; y éste recibía diariamente de las entrañas de una alcuza, que detrás del mostrador había, la substancia necesaria para arder macilento, humeante, triste y hediondo hasta más de media noche, hora en que su luz, cansada de alumbrar, vacilaba á un lado y otro como quien dice no, y se extinguía, dejando que salvaran la patria á obscuras los apóstoles de la libertad.

Estaba el pobre chico encendiendo el quinqué de su cuarto, cuando la señora apareció en la puerta, gritando con toda la fuerza de sus pulmones: «Zascandil». No se inmutó Maximiliano ni aun cuando doña Lupe, repitiendo su apóstrofe, llegó al cuarto o al quinto zascandil.

Hubo un instante en que pensó que no podía moverse; los miembros entumecidos se negaban a obedecer a su voluntad. Hizo un esfuerzo, sin embargo, como si tratase de romper una tela que le sujetara, y se puso en pie. Se dirigió con paso vacilante a su cuarto. La luz del quinqué que ardía sobre la mesa le hirió de tal modo que estuvo a punto de caer ofuscado.

Anochecía, y con la obscuridad no podía la dama ver claramente el rostro de la que la visitaba. Salomé trajo un quinqué á la sala, donde las dos se personaron. ¿Qué se le ofrece á usted? preguntó Paz, midiendo con una mirada el cuerpo de doña Rosalía. ¿Quién es el amo de esta casa? Yo soy dijo Paz un poco alarmada con el misterio que parecía envolver aquella inesperada visita.

La doncella, jadeante, desgreñada, frunciendo mucho las cejas para aparecer más enfadada, decía con voz anhelante: No tienes vergüenza, Manín. Si no fuera mirando a la casa donde estamos, te tiraba este quinqué a las narices y te las rompía, por bruto y por insolentón. A lo mejor están los criados oyendo todo esto, y ¿qué dirán? ¡Quita, quita allá!

Ella te cortará los pedacitos de carne y te los irá dando. Pues yo os mandaré la comida indicó doña Lupe, poniendo la pantalla al quinqué y acortando la llama . Tengo hoy un arroz con menudillos que es lo que hay que comer.

Cierta noche me despedí, como de costumbre, á estas horas. No ponía luz alguna para alumbrar la escalera y el portal. Cuando D. Gerardo ó yo salíamos, la criada alumbraba con el quinqué de la cocina desde lo alto. En cuanto cerrábamos la puerta del portal, cerraba ella la del piso y nos dejaba casi en tinieblas; porque la luz que entraba de la calle era escasísima.