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Actualizado: 23 de junio de 2025
Una vez solas, Amalia tomó un libro y se puso a leer tranquilamente a la luz de un quinqué, mientras su hija, de rodillas en el ángulo más oscuro, sollozaba apagadamente. Tres o cuatro veces levantó aquélla la cabeza, dirigiendo su mirada colérica a las tinieblas del rincón, esperando que la chica gimiese más fuerte para lanzarse sobre ella. Trascurrió una hora, hora y media.
Aquella mesita baja y larga, cubierta con un mantel viejo, iluminada por un quinqué con pantalla verde, y llena de cajitas, ruedas de alambre y rollos de papel, se me antojaba, a veces, como un arriate engalanado con todos los primores de un jardín.
El secretario apareció a los pocos minutos, y sin traspasar el marco de la puerta, dijo con afectada solemnidad: Su Ilustrísima va a llegar en este momento. Obdulia cerró los ojos y se agarró con más fuerza a la butaca. Cuando los abrió tenía delante de sí la figura imponente del prelado. La estancia se hallaba a media luz a causa de la pantalla que cubría el quinqué.
Si alguno de los molidos músicos de la cencerrada se atreviese a asomar la cabeza y mirar hacia las ventanas del cacique, vería que, por fanfarronada o por descuido, no estaban cerradas las maderas, y podría distinguir, al través de los visillos y destacándose sobre el fondo de la habitación alumbrada por el quinqué, las cabezas del abogado y de su feroz defensor y seide.
Aquella misma noche aprovechó el momento en que Cecilia vino a encenderle el quinqué al despacho, para decirla risueño: ¿Tienes algo que hacer ahora, Cecilia?... ¿No?... Pues siéntate un momento, que voy a confesarte. La joven le miró con sus grandes ojos claros y suaves, donde se pintaba la sorpresa. Gonzalo la obligó a sentarse. ¿Tienes novio? la preguntó bruscamente.
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