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Actualizado: 26 de junio de 2025
Hacía gala de serlo, hacía profesión de serlo... Sin Dios y sin patria, atacaba con implacable ironía de anarquista lo que desdeñosamente llamaba los «prejuicios sociales», es decir, ¡Dios y la patria! Su acerada pluma, guiada por su espíritu venenoso, abría heridas y levantaba ampollas en la epidermis de los pacíficos e inofensivos burgueses del Tandil.
Todavía si se circunscribiese al lenguaje musical la pasión de Timoteo, podría hallar tolerancia, si no en Presentación, cuyo entendimiento estaba lleno de prejuicios desfavorables para el artista, al menos para las personas sensatas e imparciales.
Era una niña de firme individualidad propia, y, como todas las que poseen esta cualidad, tenía el don de rápida penetración, y peculiarmente expuesta a los prejuicios, debido a su alto sentimiento del honor.
Febrer estaba convencido de que todos nacen metidos entre dos valvas de prejuicios, escrúpulos y orgullos, herencia de los que nos precedieron en la vida, y por más que los hombres se agitan, jamás llegan a arrancarse de la misma peña en que vegetaron agarrados sus predecesores.
Lo primero, hijas mías decía con unción el expositor , es limpiar el intellectus de errores adquiridos en la infancia, de prejuicios y muletillas; lo primero es querer entender. No admito argumentos que no sean racionales. Y cuando nos morimos preguntó una de las samaritanas , ¿qué pasa? Hija, cuando nos morimos, pasamos a fundirnos en el grandioso conjunto universal...
Al perder sus creencias en el dogma perdió también, como consecuencia lógica, aquella fe en la monarquía que le había llevado a pelear en las montañas. Apreciaba ahora claramente la historia de su país sin prejuicios de raza.
Sin ser esclavos por la ignorancia como los salvajes, somos, como ellos, físicamente libres sumergiéndonos en el agua; nuestros miembros no sufren el odioso contacto de las ropas, y con nuestro vestido dejamos también sobre la orilla una parto por lo menos de nuestros prejuicios de profesión ó de oficio; no somos ni obrero, ni comerciante, ni profesor; olvidamos por una hora las herramientas, libros é instrumentos, y, vueltos al estado natural, podríamos creernos todavía en las edades de piedra ó bronce, durante las cuales los pueblos bárbaros levantaban sus chozas sobre pilotajes en medio de las aguas.
He sostenido que no había nada más imperdonable, más antisocial, en toda la fuerza de la palabra, que las desuniones morales, y que eran extremadamente difíciles porque es raro que las almas nobles no se aproximen a sus semejantes, como dice Shakespeare, o que se dejen engañar tanto tiempo por los impostores para llegar hasta el momento de formar un nudo tan solemne, sin haber tenido la triste dicha de desengañarse; que lo que se llama un matrimonio equivocado, en la acepción general que se refiere solamente a la diferencia de posición social, no podía chocar más que el más absurdo, el más absurdo de los prejuicios; el que atribuye a una clase especial facultades especiales, o, mejor dicho, exclusivas; que como yo no sabía de nadie que se hubiese atrevido a decir que la virtud se probaba por títulos o se adquiría por privilegios, no veía por qué se había de prohibir a un hombre sensible y delicado el derecho de buscar la virtud donde se encuentre; que era una cosa atroz, en fuerza de ser ridícula, condenar a una mujer interesante, dotada de todas las cualidades y todas las gracias, a la desesperación de no pertenecer jamás al objeto amado, porque esta infortunada, a la que la naturaleza y la educación han concedido todos los dones, se veía privada por el azar de una circunstancia que no depende más que del azar; que si los grandes talentos imprimen a aquellos que los poseen un carácter incontestable de nobleza a los ojos del siglo y de la posteridad, el ejercicio privado de los deberes más difíciles de llenar de la religión y de la moral, aunque fuese un título menos brillante a los ojos del mundo, no era un título menos recomendable para las almas rectas y honradas; que, en consecuencia, yo nunca me atrevería a censurar una alianza del género de la que se hablaba, si podía encontrar en ella la feliz armonía de costumbres y de carácter, que es la única garantía de felicidad de los matrimonios y de la prosperidad de las familias.
Me sentía tan poca vocación por el matrimonio y tanta por el celibato, que he querido darme cuenta de lo que se podía reprochar a esas pobres criticadas. ¿Y has encontrado algo? preguntó Genoveva con interés. No mucho... Veo, sobre todo, muchos prejuicios e ideas hechas que pasan de generación en generación como un gabán viejo que cada cual adapta a su talla y a su gusto.
Palabra del Dia
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