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De pronto se agachó, buscando piedras en la obscuridad para arrojarlas contra Febrer, y a cada pedrada retrocedía algunos pasos, como para defenderse de una nueva agresión. Los guijarros, despedidos por sus brazos débiles, fueron a perderse en la sombra o rebotaron contra el porche.

Y señalaba en dirección á la ría, como si al través de las inmediatas alturas viese con la imaginación la Universidad de Deusto, santuario, para él, de la sabiduría humana. Pues hay para rato, señor Goicochea dijo el médico saliendo del porche en busca del carruaje. No diré que no, don Luis.

Lejos de corregir el juicio que había formado yo del temperamento de los tablanqueses al «verlos pasar», como quien dice, en el porche de la iglesia o en las callejas del pueblo, me afirmé más y más en él cuando los traté de cerca en la cocina de mi tío y logré estudiarlos en pleno ejercicio de todos sus componentes físicos e intelectuales; porque allí y sólo allí era donde exponían y ventilaban los asuntos más importantes de su vida, al calorcillo de las fogatas de la cocinona y bajo la presidencia de don Celso, que siempre daba en el clavo de lo mejor y más conveniente, lo mismo con una cuchufleta que con un dictamen formal.

Por esto las nuevas adquisiciones tomaban el camino del pòrche, provisionalmente, en espera de una instalación definitiva. Años después, cuando al retirarse de la profesión pudiera construir un castillo medioeval todo lo medioeval que fuese posible en las costas de la Marina, junto al pueblo donde había nacido, colocaría cada objeto en un lugar digno de su importancia.

Juanito seguía contemplando el aspecto desolado del porche: el techo, de cuyas viguetas pendían largos pabellones de telarañas; los telares, que en sus superficies planas tenían capas de polvo cuya formación suponía docenas de años; las ventanas, con sus cerraduras enmohecidas y arriba unos enrejados por los que lanzaba el sol barras de luz en cuyo interior danzaba un mundo de moléculas.

Cuando pasaba silenciosa, fingían no verla, lo mismo que el obscuro viandante parecía no enterarse de la existencia de la alquería y de las personas sentadas bajo el porche. Era costumbre antiquísima en Ibiza no saludarse en campo raso apenas cerraba la noche. En los caminos se cruzaban las sombras sin una palabra, evitando el encuentro para no rozarse ni conocerse.

El padre fumaba su pipa de tabaco de pota; la madre, en un rincón, tejía cestos de junco; el Capellanet asomábase fuera de la casa, bajo el amplio porche, en el cual iban reuniéndose silenciosos los atlots cortejadores. Los había que estaban allí desde una hora antes, por ser vecinos; los había que llegaban polvorientos o manchados de barro, después de caminar dos leguas.

No; murió á las pocas horas lo mismo que si no hubiera llamado á nadie. Goicochea, temiendo nuevas impiedades del doctor, desvió el curso de la conversación. ¡Qué hermosa vista! dijo señalando la parte de la villa que se alcanzaba desde el porche, junta con un trozo de la ría y las montañas de las Encartaciones con sus cumbres rojas, de tierra removida.

Los verros no debían acabarse en la isla. Rebullía en sus venas la heroica sangre de su abuelo. Una mañana de sol, Febrer, apoyado en Valls y en Margalida, fue avanzando con pasos de convaleciente hasta el porche de la alquería. Sentado en un sillón de brazos, contempló con avidez el tranquilo paisaje extendido ante él.

Belarmino llegaba chapoteando en las charcas, cubierto de lodo, se guarecía en el porche del convento, y allí, encuclillado, como filósofo, dejaba pasar las horas. Oíase el trémolo de un harmonium. El sonido descendía, y luego llegaba a lo largo del silencioso pavimento hasta él, a menudos y leves saltos, como los pájaros cuando caminan por la tierra. Oía los cantos monjiles.