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Actualizado: 7 de julio de 2025


Para vuestro hijo... Pero oídme bien, es preciso que sepáis de dónde viene esto, y acordaos de decírselo a vuestro hijo cuando le escribáis. El cura, por la vigésima vez, repitió su discurso sobre madama Scott y miss Percival. A las seis volvió a su casa, muerto de fatiga, pero con la alegría en el corazón. ¡Lo he dado todo! exclamó, apenas divisó a Paulina, ¡todo, todo!

Se conocía que la dominaba un deseo secreto de ir sola a esa espléndida mansión de campo que era ahora de su propiedad, y que no quería que la señora Percival la acompañase. Si va a registrar la biblioteca, ¿no sería mejor, Mabel, que yo la acompañase y ayudara? le indiqué al fin. Esto es, por cierto, si usted me lo permite añadí disculpándome.

El primer parisiense que tuvo el honor y el placer de rendir homenaje a la belleza de madama Scott y miss Percival, fue un pequeño pinche de quince años que se encontraba allí, vestido de blanco, con su canasta de mimbres en la cabeza, en momentos en que el cochero de madama Scott, molestado por tanto carruaje, salía con dificultad del patio de la estación.

No hay otra persona más amable que miss Percival; pero, en fin, tengo el mérito de reconocerlo; acá, para entre nosotros, te diré que me hace representar un papel ingrato y ridículo, un papel que no es para mi edad. Cuento la edad de los enamorados, mas no la de los confidentes. ¿De los confidentes? , querido mío, de los confidentes; ¡tal es mi empleo en esta casa!

No hablemos más de esto... no hablemos más... En suma, lo que yo quería decir, es que miss Percival me encuentra muy bonito, muy gracioso, muy entretenido; pero en cuanto a tomarme a lo serio... jamás me tomará a lo serio esa personita. Voy a lanzarme sobre madama Scott, pero sin gran confianza... Mira, Juan, yo me divertiré mucho en esta casa; pero no sacaré ningún provecho de aquí.

Permanecimos sentados más de una hora en ese gran salón, cuyo mismo esplendor respiraba misterio. La señora Percival, la agradable dama patrocinadora y compañera de Mabel, viuda de cierta edad de un cirujano naval, entró donde estábamos nosotros, pero pronto se retiró, completamente trastornada, al tener conocimiento del trágico suceso.

El éxito de madama Scott y miss Percival fue inmediato, decisivo, como un rayo.

Después que discutimos largamente el asunto, sin llegar a ninguna conclusión satisfactoria, le aconsejé que hiciera un viaje al extranjero con la señora Percival, por unas pocas semanas, para que cambiara de ambiente y se esforzara en olvidar su inesperada desgracia, pero sacudió la cabeza, murmurando: No, prefiero quedarme aquí.

Madama Scott y miss Percival iban y venían, examinando con infantil curiosidad la instalación del cura. El jardín, la casa, todo es precioso aquí decía madama Scott. Las dos entraron resueltamente a la cocina. El abate Constantín las seguía sofocado, azorado, estupefacto ante tan brusca y repentina invasión americana. La vieja Paulina miraba a las dos extranjeras con aire inquieto y sombrío.

La señora Percival hizo llamar a Crump, el cochero, que había llevado en el bróugham a su joven ama hasta la estación de Euston, y lo interrogó. La señorita Mabel ordenó el cupé, señora, unos momentos antes de las once contestó el hombre, saludando. Llevó su valija de cocodrilo, pero, anoche despachó por Carter Patterson un gran baúl lleno de ropa usada, así le dijo la señorita a su doncella.

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