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Actualizado: 3 de mayo de 2025
Había amado una sombra, o más bien dicho, dos ojos y treinta centímetros de brazo, pues el resto era una larga mancha blanca. Y de aquella penumbra, como de un capullo taciturno, se había levantado aquella espléndida figura fresca, indiferente y alegre, que no me conocía.
Estaba ya en el primer piso, y ni siquiera había percibido, en la calma solemne del hotel, ninguno de esos detalles con que se revela la muerte al entrar en una casa. Estaba en el dormitorio de la señora: una habitación sumida en suave penumbra, que rasgaba una faja de sol filtrándose por un balcón entreabierto.
En las tardes solitarias de estos últimos años, en que el alma antigua de este café parecía encantada, y el tedio tejía sus melancólicos telares, tal vez de la penumbra propicia surgían claras risas y frescas voces juveniles.
En la penumbra del corredor, el aire fresco me calmó muy pronto. Di algunos paseos y después fui en busca de una criada para que me indicara mi habitación. La señora ha arreglado todo ella misma en el cuarto y ha prohibido que lo toquen; hay también una carta para la señorita. Cuando me quedé sola, pasé revista a la habitación. ¡Querida y excelente hermana!
Avanzó suavemente hacia la mesa de trabajo, y el joven, habiendo levantado los ojos, vio surgir de la penumbra el rostro de la que amaba. No pareció sorprendido; mirando la aparición con sonrisa de extático, murmuró como en sueños: ¡Fantasma querido!
Urbási, desde que llegó a ser núbil, se sintió atormentada por amor sin objeto; pero no sin objeto, sino por objeto a su ver imaginario, que columbraba su mente en la vaga penumbra de confusos recuerdos, en las casi borradas impresiones que anteriores existencias acaso han dejado en el alma. Antes de que te viese, Urbási te amaba. Te vio, y tú fuiste su salvador. En el día, Urbási te idolatra.
Disipose por un momento la densa penumbra, ¡pero de qué manera tan terrible! Detonación espantosa, más fuerte que la de los mil cañones de la escuadra disparando a un tiempo, paralizó a todos, produciendo general terror.
Ambas luces, con todo, siendo grande el cuarto, como lo era, dejaban la mayor parte de él en la penumbra.
Después, otra vez el silencio, que parecía más imponente, más profundo, tras los truenos del bronce. Volvía a oírse el susurro de los palomos, y abajo, en el jardín, piaban unos pájaros, como enardecidos por el rayo de sol que reanimaba la verdosa penumbra. Gabriel sentíase conmovido. Se apoderaba de él la dulce embriaguez del silencio, de la calma absoluta: la felicidad del no ser.
Permanecieron los dos en silencio, y Ojeda volvió a tener la misma visión del día anterior... «¡Buenos Aires!» También este nombre mundial había titilado un instante, como parpadeo de mística lámpara, en la penumbra de la sacristía, evocando la ilusión de una mesa abundante, una mesa de hartura, y en torno de ella una familia robusta y saludable, segura del porvenir, rodeando al sacerdote rico... Y allá iban todos, siguiendo el revoloteo de la esperanza, hacia un mundo de fértiles soledades faltas de hombres, llevando como precio de su entrada fuerzas, iniciativas y apetitos: unos sus brazos, otros su inteligencia, otros el ávido capital ansioso de copular con la tierra y reproducirse hasta lo infinito... y hasta aquel pobre cura llevaba su misa, su catolicismo español, más serio, más... clásico.
Palabra del Dia
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