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Eugenio Lacoste, hoy moribundo en el hospital de Santiago, y que, como nadie ignora, fué el cerebro de la revolución, ha declarado que tanto él como los demás jefes del movimiento acometieron la peligrosa aventura en la creencia de que el gobierno, en su afán de ahorrarse líos y complicaciones con los americanos, se apresuraría á comprar la paz á cualquier precio; y esto me parece bastante probable; pero lo que ni el paralítico ni ninguno de los cabecillas prisioneros ó presentados dice, es que la llamada "revolución racista" no debía limitarse á un chispazo sin importancia en las Villas y á un alzamiento de fuerza más aparente que real en las serranías orientales.

Nuestro auriga, Yuba-Bill, que penetraba en aquel momento de regreso de una pesquisa infructuosa, tuvo que contentarse con la explicación, no sin que el sentado paralítico se librara de una fiera mirada. Como cumple a todo buen cochero, había buscado y encontrado, por fin, un cobertizo en donde acomodar sus caballos, pero regresaba calado, y como de costumbre, malhumorado.

8 Y conociendo luego Jesús en su Espíritu que pensaban esto dentro de , les dijo: ¿Por qué pensáis estas cosas en vuestros corazones? 9 ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: Levántate, y toma tu lecho y anda? 11 A ti te digo: Levántate, y toma tu lecho, y vete a tu casa. 13 Y volvió a salir al mar, y toda la multitud venía a él, y les enseñaba.

Eugenio Lacoste es un mulato, hijo de franceses, que se encuentra paralítico desde los 18 años de edad, contando en la actualidad unos cuarenta y cinco años.

La chismografía, caro lector, no ha sido jamás, según opinión generalmente admitida, patrimonio del sexo fuerte, pero, con todo, me veo obligado a declarar que apenas se hubo cerrado la puerta tras de Magdalena, cuando nos apiñamos cuchicheando, sonriéndonos y trocando entre nosotros sospechas, suposiciones y mil hipótesis respecto de nuestra bonita patrona y su extraño huésped: creo que hasta llegamos a empujar a aquel imbécil paralítico, que estaba quieto como una esfinge, sin voz, en medio de nosotros, oyendo con la serena indiferencia del pasado en sus ojos, nuestra charla inacabable.

32 Y aconteció que Pedro, visitándolos a todos, vino también a los santos que habitaban en Lida. 33 Y halló allí a uno que se llamaba Eneas, que hacía ocho años que estaba en cama, pues era paralítico. 34 Y le dijo Pedro: Eneas, El Señor Jesús, el Cristo, te sana; levántate, y hazte tu cama. Y luego se levantó.

Hace ya tiempo que se quedó lelo, paralítico y con los dedos engarabitados. No se sabe si es falta de la lengua o de algún otro órgano del aparato vocal; pero lo cierto es que ya no puede decir ni dice, sino: Ta, ta, ta, ta, ta. Doña Inés le cuida con esmero y cariño de esposa; pero como es tan moralizadora y tan conmocionante, le reprende a menudo con suavidad.

Y sin embargo de todo esto, Facundo no es cruel, no es sanguinario; es el bárbaro, no más, que no sabe contener sus pasiones, y que, una vez irritadas, no conocen freno ni medida; es el terrorista que a la entrada a una ciudad fusila a uno y azota a otro, pero con economía, muchas veces con discernimiento; el fusilado es un ciego, un paralítico o un sacristán; cuando más el infeliz azotado es un ciudadano ilustre, un joven de las primeras familias.

En nombre de las dos estatuas que eran las tías paternas del señorito de Limioso había visitado éste a Nucha; vivía también en el Pazo el padre, paralítico y encamado, pero a éste nadie le echaba la vista encima; su existencia era como un mito, una leyenda de la montaña.

Alejose del pordiosero, renegando. «¡Ni esto es país, ni esto es capital, ni aquí hay civilización!... ¡Qué ganas tengo de pasar el Pirineo!». Pues bien, aquella noche, se le representó el pobre paralítico con tanta viveza, que casi casi creía verle en su alcoba.