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Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho Comendador no entrase, ni al lastimado Zaide en la suya acogiese.

Un día evitó que me diesen una paliza; otro día, comiendo, porque mi padrastro no me quería dar carne, él me dio la que le habían servido; y, además, otra vez que estuvo allí pocas horas, sin que lo supieran en mi casa, fue a la fuente y me regaló dos pañuelos de colores y un alfiletero de alambre plateado. Vamos, que le gustabas. Ahora lo verás.

Pero como usted todavía no es mi padrastro, bien puedo yo faltarle al respeto, y así le digo, que eso es un embuste o una fullería para burlarse de y para demostrar lo que ya no necesita demostración; que es usted más griego y más trapacero que su sobrino.

Es decir, no era tío ni casi pariente. Era sobrino segundo de mi padrastro, y yo le miraba con cierta simpatía porque las pocas veces que fue al pueblo me demostró cierta inclinación.

El Juanito de ahora estaba muy lejos del de los tres meses antes. Ya era hora de dedicar a rodillas de cocina las levitas viejas de su padrastro el doctor Pajares, prendas que la mamá le había hecho usar para mayor economía. El amor había transformado a Juanito.

A los dieciocho años me escapé de mi casa, imaginando que peor de lo que allí estaba no había de pasarlo en ninguna parte, segura de que, por mala suerte que tuviese, con nada sufriría tanto como aguantando las impertinencias de mi hermanastra, a quien servía de niñera, siendo víctima de la grosería de mi padrastro y del mal genio de mi madre.

Y Juanito callaba, a pesar de que tenía razones de sobra para responder. Desde la muerte de su padre se había comido la viuda la renta de su huerto; lo llevó vestido hasta los veinte años con los desechos de su padrastro; había ahorrado a su madre el gasto de una criada, cuidando fervorosamente a sus hermanitos, aguantando sus rabietas de criaturas nerviosas, y hacía ya diez años que ganaba su salario en Las Tres Rosas, entregándolo íntegro a la mamá. ¿Qué gastos hacía él, vamos a ver? En cambio, los otros.... Pero a los otros había que dejarlos en paz.

El grande hombre inédito se despabiló al oír que en el despacho le aguardaba su padrastro, el señor José, mostrando gran agitación. ¿Qué le quería el bueno del albañil? Cuando salió, el señor José, casi llorando, le agarró las manos. ¡Qué desgracia, Isidro! ¡Qué vergüenza!... Si no arreglas eso, voy a morir. El joven lo hizo sentar, tranquilizándolo. ¿Qué era ello?

Germán, desesperado, viendo a su madre desgraciada y previendo una ruina inminente, pues su padrastro estaba ya terminando con su caudal y no tardaría en comenzar con el de su esposa, decidió emigrar a América, abandonando sus esperanzas de ser un artista de fama. En Guatemala un hermano de su padre beneficiaba algunas fincas, dedicándose principalmente al cultivo del café.

Pasado el primer instante de estupor, mi madre me cubrió de besos, mi padrastro lloró de ternura, Inesilla me cogió el saco de mano y comenzó a darle vueltas. ¡Ave María Purísima! La chica era guapa, una real moza, fresca, garbosa, con cada ojazo, y ¡un pelo más hermoso! Lo que se llama una gran mujer.