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Yo te llevaré a la casa.... ¡No quiero, que no quiero!, gritó ella levantándose de un salto, y poniéndose frente a Teodoro, que se quedó absorto al ver su briosa apostura y el fulgor de sus ojuelos negros, señales ambas cosas de un carácter decidido.

Al llegar a la entrada de la ciudad, la cigarrera se volvió y midió a Borrén con despreciativa ojeada de pies a cabeza. ¿Se le ocurre a usted alguna cosa? preguntó él medio desvanecido aún, con ronquera que rayaba en afonía. Nada respondió ella bruscamente. Y después, fijando en los de Borrén sus ojuelos verdes : Don Enrique añadió , ¿sabe usted lo que venía pensando? Diga usted....

Bebimos el otro par de botellas. Noté que cada vez hablábamos más alto, y sentí en el rostro un calor extraordinario. El de Suárez permanecía tan sereno y cetrino como siempre. Sólo sus ojuelos, siempre vivos, parecían bailar ahora arrebatadamente. Dije que en aquel cuartucho hacía demasiado calor, y me levanté para quitarme la americana, pero al hacerlo observé que la habitación se bamboleaba.

Y las portezuelas se cierran con estrépito, a intervalos... Es el expreso de Andalucía. Subo a un vagón. Un viejo de larga barba blanca arregla en las redecillas una maleta; un señor embozado en amplia capa parda mira con fúlgidos ojuelos sobre el embozo; en un ángulo frente al viejo, una joven, trajeada con hábito franciscano, permanece inmóvil... El tren parte.

¿A dónde vamos hoy? repitió el ciego. A donde quieras, niño de mi corazón repuso la Nela, comiéndose el dulce y arrojando el papel que lo envolvía . Pide por esa boca, rey del mundo. Los negros ojuelos de la Nela brillaban de contento, y su cara de avecilla graciosa y vivaracha multiplicaba sus medios de expresión, moviéndose sin cesar.

Mientras éste, después de haber roto el sobre, se acercaba a la puerta para leer mejor el telegrama, el Príncipe, guiñando sus ojuelos llenos de malicia, observaba disimuladamente el rostro del lector y trataba de descubrir en él si la noticia que el papel contenía iba a ejercer una buena o mala influencia sobre el importante asunto que tanto interesaba al pueblo.

Patria le decía con sus ojuelos que arañaban: «Abra usted, tonta, y déjese de remilgos». La señora decía: «¿Le parece a usted bien que abra?... ¿Cree usted que...?». Pero a Fortunata la ganó de súbito el decoro, y tuvo un rechazo de honor y dignidad. «Si esto sigue dijo , despertaré a mi marido. ¡Ah!, ya parece que se retira el ladrón, pues ladrón debe de ser...».

Era tan insolente el tal, que después de ser día claro se paseaba por la celda muy tranquilo y miraba a Sor Marcela con sus ojuelos negros y pillines. «Verás, verás dijo esta subiéndose con gran trabajo a la cama, porque la idea de que el ratón se acercase a uno de sus pies, aunque fuera el de palo, causábale terror , lo que es hoy no te escapas... déjate estar, que ya te compondremos».