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Pues este chico, a quien usted debió conocer la última vez que estuvo aquí, aunque de prisa, así de pequeñuelo, correteando por la botica... eso es... porque no salía de ella en todo el santo día de Dios... parecía un muñequito... ¡tan redondito y tan blanco!... vamos, un muñequito de porcelana... ¡con unos ojazos negros!... No, y conservar los conserva, aunque no parecen tan grandes ahora... Verdad que, como le ha crecido la cara... eso es.

Ya están las niñas con cada ojo... dijo doña María observando que sus hijas atendían a la planteada discusión con demasiado interés . Niñas, dejad a los hombres que debatan estas cosas tan intrincadas. Ellos se sabrán lo que se dicen. No abrir tales ojazos, y miren los cuadros y las pinturas del techo, o hablen conmigo, preguntándome si se me alivia el dolor del hombro.

Se acercaba la miseria, pero la verdadera, la negra, sin tregua ni misericordia. Feli la adivinaba, abría sus ojazos llenos de misterio, como si la viese corporalmente rondar en torno de ellos. El ser que llevaba en sus entrañas también parecía presentir la proximidad del fantasma. Agitábase cada vez más inquieto, y la madre lloraba pensando en su suerte.

Pues bueno repuso mi tío volviéndose hacia su amigo que no chistaba ni se movía, con los ojazos clavados en la lumbre . Ahora quiero que te quedes a cenar con nosotros, no por , que no lo merezco, sino por honrar a mi sobrino. ¡A buen tiempo! murmuró el gigante revolviendo un poco la mirada hacia don Celso y descargando mucho los celajes de su faz.

Servidor de usted, caballero me dijo con desembarazo al entrar, clavándome sus ojazos. La voz me dejó aún más confuso. Era un vozarrón poderoso de bajo profundo, áspero y seco, como si las cuerdas vocales fuesen de cáñamo. Saludele cortésmente, y venciendo la agitación que quería dominarme, le presenté sonriendo la tarjeta del tío de Villa. ¡Ah! De don Alfonso.

Y besó en la mejilla a la mayor de las dos hermanas, Margarita, que fijaba en ella sus ojazos de color de cielo, sonriendo con la inocencia con que sonríe un niño a los varios juegos de luz que forma el reflejo sobre las brillantes escamas de una serpiente.

Yo... con la mayor inocencia del mundo, le pregunté a su señor.... pariente si el dinero que usted acababa de tomar, honrándome con su confianza, era para los gastos primeros... para algún ensayo; para muestras de... qué yo...; en fin, que se me había metido en la cabeza que era para la fábrica. D. Juan... me miró con aquellos ojazos que usted sabe que tiene.

Adoraba como un idealista las zafias beldades con su olor a limón y tierra, gozaba oyendo sus conversaciones, prestábalas con el mayor gusto pequeños servicios, aguantaba sus groserías e impertinencias, todo a cambio de poder estarse en un rincón, tímido y sonriente, contemplando los brazos hercúleos, los ojazos insolentes y las piernas como columnas, marcadas por el discreto zagalejo.

Cuando pensaba que nadie la miraba, quedábase largo rato con los ojos en el vacío, pasaba por ellos una ráfaga de ternura y concluían por arrasársele. Entonces se ponía guapa de veras. Apetecía ir a besarla. Mas si se advertía que la estaban mirando, volvía a poner aquellos ojazos crueles que a todas nos asustaban.

La señora escuchaba al buen hombre sonriendo ligeramente; su doncella aguzaba el oído con el miedo de perder alguna palabra de un idioma comprendido a medias, y sus ojazos de campesina crédula, iban de la imagen al narrador, expresando admiración por tan portentoso milagro. Rafael las había seguido dentro de la ermita, y se aproximaba a la desconocida que afectaba no verle.