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El capellán leía el Año cristiano en alta voz, y poblábase el ambiente de historias con sabor novelesco y poético: «Cecilia, hermosísima joven e ilustre dama romana, consagró su cuerpo a Jesucristo; desposáronla sus padres con un caballero llamado Valeriano y se efectuó la boda con muchas fiestas, regocijos y bailes.... Sólo el corazón de Cecilia estaba triste...». Seguía el relato de la mística noche nupcial, de la conversión de Valeriano, del ángel que velaba a Cecilia para guardar su pureza, con el desenlace glorioso y épico del martirio.

Poco le faltaba aquella mañana para figurarse que todo Madrid la compadecía, que era el ídolo de multitudes, que se hacía interesantísima, que era un tipo novelesco, y aun que salían por aquí y por allá bravos caballeros dispuestos a hacer cualquier barrabasada por sacarla de aquel mal paso. ¡Pero qué feo, qué desmantelado el cuarto! ¡Qué cama, que muebles, qué desnudas paredes!

Nos casamos... ¿Pues creerás que al mes de casados, viene el primo a Madrid y empieza a hacerme la corte por lo fino?». Fortunata parecía que estaba oyendo leer el relato más novelesco, según el interés y asombro que mostraba. «Pues verás. Fenelón era un bendito; de estos que juzgan a todo el mundo por mismos, y que no ven el mal aunque se lo cuelguen de la nariz.

Le suponen grandes amores en el viejo mundo, relaciones con duquesas, princesas o ¡qué se yo más!... En fin, con damas que llevan coronas bordadas hasta en las ropas más interiores, lo mismo que las heroínas de ciertas novelas. ¡Figúrese qué bocado magnífico y tentador para nuestra hermosa tigresa! Fernando rio de este prestigio novelesco que le suponía su amigo.

Otra vez repitió el dulce nombre que había iluminado su infancia con un esplendor novelesco. «¡Doña Constanza! ¡Oh, doña Constanza!...» Y se sumió en la noche definitivamente, sin una nueva visión, abrazándose á la almohada lo mismo que cuando era niño y creía dormirse teniendo entre sus brazos á la joven viuda de «Vatacio el Herético».

Difícil es sostenerla en el género novelesco con base histórica, porque la acción y trama se construyen aquí con multitud de sucesos que no debe alterar la fantasía, unidos a otros de existencia ideal, y porque el autor no puede, las más de las veces, escoger a su albedrío ni el lugar de la escena ni los móviles de la acción.

Y de repente, de un tirón, con el violento esfuerzo de un hombre que arroja lejos de un peso que le abruma, refirió con todos sus detalles la terrible historia de la cadina Sarahí... El tío Frasquito escuchaba con la boca abierta, encogiéndose, encogiéndose en la poltrona, convencido de su pequeñez, a medida que lo novelesco y lo terrible agigantaban en su imaginación la figura del héroe de aquella aventura legendaria, de que era el primer confidente y esperaba ser futuro cronista... Y a la idea de ser el primero en lanzar a los cuatro vientos de la publicidad la trágica aventura, el tío Frasquito se alargaba, se alargaba en la poltrona, hasta hombrearse con el héroe como la sombra se hombrea con el cuerpo y el eco con la música, y Homero con Aquiles, y el inmortal Virgilio con el divino Eneas. ¡Y pensar que era ya demasiado tarde para correr de casa en casa aquella misma noche dando la noticia!...

Como mi novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis ha sido convertida en film más extenso y costoso de todos los que se conocen hasta el presente, y el cual obtiene en los Estados Unidos un éxito que durará años , recibí de Nueva York, como ya he dicho, el encargo de escribir un relato novelesco que pudiera servir para una obra cinematográfica de «interés y novedad».

Miguel Fedor, al firmar la escritura de venta, creyó que abdicaba de todo su pasado. El prestigio novelesco de su existencia iba á desvanecerse; el palacio de las Mil y una noches se convertía en un hospital... ¡Qué mundo! Los millones ingleses le proporcionaron un año de tranquilidad.

Su ánimo fue pasando rápidamente del mayor desaliento a la más caprichosa esperanza, y por fin, tras muchas alternativas de animación y desfallecimiento, temiendo que lo novelesco degenerase en ridículo, decidió no volver a poner nunca los pies en casa del señor de Ágreda, ni a pasar jamás por Recoletos a las horas de misa.