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Actualizado: 5 de junio de 2025
Los cuidados del notable ayuda de cámara que Marenval había llevado consigo y sin el cual no podía pasarse, una buena elección de ropas, la ducha, la navaja, los peines y toda una minuciosa sesión de tocador, operaron esa transformación. Era un Freneuse desmejorado, pálido, sin cabellos y sin barba, pero era Freneuse, con su mirada y su sonrisa.
Si no lo ponía en práctica, como en casos semejantes había hecho, no era por falta de voluntad, sino por el temorcillo que la navaja de la chula había logrado inspirarle. No obstante, después de la escena escandalosa del teatro, la separación quedó resuelta en principio.
No llores, tontina, que el dolor de los zurriagazos pasará y la ciencia te quedará en la mollera para siempre dijo cortando con su navaja un pedazo del pan y metiéndolo en la boca. Si quieres saber mi dictamen, cuanto más te peguen más contenta debes de estar. ¿Qué serías tú si Concha no tuviese la misericordia de castigarte duro?
El militar, al detener con un vigoroso esfuerzo el movimiento agresivo de Chaleco contra Elías, se rozó la mano izquierda con la extremidad puntiaguda de la empuñadura de la navaja que el mozo llevaba en la faja. Esta rozadura le levantó un poco la piel y le hizo derramar alguna sangre. El militar se envolvió la mano en un pañuelo, y con la derecha tomó el brazo del viejo.
Y llevándose la mano al seno, sacó rápidamente una navaja de grandes dimensiones, la navaja de marras. Pero en aquel instante las manos del agente la sujetaron por detrás, D. Laureano retrocedió más pálido que la cera. Déjenme ustedes que saque las tripas a ese infame gritaba la chula tratando de desasirse. Pero al volver la cabeza para ver quién la sujetaba, quedose repentinamente inmóvil.
Procuré hacer con ella el menor daño posible a Suárez. Dije que éramos amigos íntimos, que habíamos bebido más de la cuenta y, disputando en el muelle por cuestiones insignificantes, nos habíamos pegado; que Suárez había sacado una navaja para defenderse, porque yo era más fuerte, y que me había precipitado sobre él, saliendo herido en el encuentro.
Cuando llegaba a sus manos un vestido ajeno, lo vendían a los traperos con aire señorial. En las noches de abundancia, la familia sentábase en torno de la sartén. La madre arrojaba los trozos de carne fresca en el aceite chirriante, y cada uno pinchaba con su navaja, con tanto apresuramiento, que por más que la mujer echaba y echaba, nunca se veía llena la sartén.
Hablaba con vagas alusiones de la temible navaja, cuyo escondrijo nadie lograba encontrar. Iba a salir a luz de un momento a otro. Y si la saco, se acaba too... ¡too! Sintió una mano en un hombro y volvió la cabeza. Era don Carmelo el de la comisaría: el hombre que le inspiraba más respeto en el buque; todo un caballero, y además paisano.
A pesar de que éste iba cuidadosamente afeitado, volvió a enjabonarle la cara y a pasar la navaja por sus mejillas con la celeridad del que está habituado a una misma faena diariamente. Luego de lavarse, volvió Gallardo a ocupar su asiento.
Batiste se detuvo, lamentando en su interior no llevar consigo ni una mala navaja, ni una hoz, pero sereno, tranquilo, irguiendo su cabeza redonda con la expresión imperiosa tan temida por su familia y cruzando sobre el pecho los forzudos brazos de antiguo mozo de molino. Conocía á aquel hombre, aunque jamás había hablado con él. Era Pimentó. Al fin ocurría el encuentro que tanto había temido.
Palabra del Dia
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