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Actualizado: 27 de julio de 2025
Vaciló Montiño entre su codicia, que le impulsaba á ocultar su riqueza, y su temor á un terrible castigo de Dios, que creía ya empezado en las desgracias que una tras otra se le habían venido encima y seguían viniéndosele desde la noche anterior. Al fin triunfó el miedo. Sí; sí, señor dijo soy... muy rico. ¿Qué medios habéis empleado para adquirir esa riqueza?
¿Conque es decir exclamó Montiño levantándose con la fuerza de un muelle , que mi honra anda ya por los figones, y no solamente por un lado sino por los dos? ¡mi mujer y mi hija! ¡y que no sepa yo lo que pasa en mi casa! ¡y que temiera yo llevar á ella á mi sobrino! ¡mi sobrino! ¡será necesario decírselo todo! ¡mi sobrino que es tan valiente! ¿pero cómo decirle: tu tía y tu prima son dos mujeres perdidas? ¡y yo que había pensado en ver el medio de casarle con mi hija!
Juan Montiño hizo una señal afirmativa con la cabeza. ¿Es paisano vuestro, Dorotea? No lo sé, porque yo no sé de dónde soy. ¡Ah! vos sois del cielo. Pues entonces no somos paisanos dijo Juan Montiño con mal talante , porque yo soy de la tierra. ¿Habéis estado alguna vez en la corte? Ayer vine por vez primera. Y como en la corte no conoce á nadie, ha venido á parar á mi casa.
Y la Dorotea salió primero del cuarto de Montiño y luego del alcázar, tomó por la calle del Arenal, y en ella fué donde encontró á Quevedo. Cuando llegó Montiño á su casa, se encontró á su mujer y su hija cantando y cosiendo. Están juntas se dijo , y esto me contraría. Montiño debía haber supuesto que las encontraría de aquel modo, porque siempre las había encontrado así.
Francisco Martínez Montiño no pudo ver nada de esto, porque tal iba cuando entró, ó cuando le entraron en el calabozo, que no veía: ni los que estaban allí pudieron verle el rostro, porque los alguaciles le dejaron en la sombra negra proyectada por el farol. Eran los que allí estaban dos hombres y dos mujeres.
Montiño se calló esperando á que el padre Aliaga le preguntase, pero el padre Aliaga se redujo á dejarle oír una de esas frases generales de consuelo, que toda persona buena dirige á un semejante suyo á quien ve atribulado. Después el padre Aliaga se calló también. Hubo algunos momentos de silencio. ¡Perdonadme, señor! dijo tartamudeando Montiño.
Dadme, pues, la mano dijo la dama con un acento singular en que se notaba la violencia con que apelaba á aquel recurso. ¿Dónde estáis? Acercad más. Ya que me dais la mano, señora... Os la presto... Pues bien, prestadme la derecha. Seguid y callad dijo la dama, poniendo en la mano de Juan Montiño una mano que hablaba por sí sola en pro de lo magnífico de las formas de la dama.
Echóse á temblar aquel viejo lobo, porque le constaba que el cocinero mayor era uno de esos poderes ocultos que, bajo una humilde librea, han existido, existen y existirán en todas las cortes. En cuanto al negocio añadió Montiño , no me meto en él; haced lo que queráis, y lo mejor que podéis hacer ahora es... iros.
Yo no soy vuestro tío. ¿Qué estáis diciendo? La verdad. Pues si no sois mi tío, no sois hermano de mi padre. Justamente, porque vuestro padre no es mi hermano: ¡oh! ¡si lo fuese! Pero entonces vos no sois Montiño. Al contrario, vos sois el que no lo sois. ¿Yo? Vos; vuestro padre es algo más ilustre: ¿qué digo? vuestro padre es, después del rey, el más grande de España.
Sentáos dijo Quevedo con voz vibrante ; sentáos y no espantéis la caza: yo os vengaré. ¿Pero es cierto? dijo con angustia Montiño, que se sentó. Certísimo; pero no habléis con ese tono compungido. Vos no sabéis nada; estáis almorzando alegremente. Comed. ¡Imposible! aunque no me ahogase la pena, me ahogaría ese pastel... ¡Mozo! ¡un real de olla podrida! dijo una voz estentórea al fondo del salón.
Palabra del Dia
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