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Actualizado: 27 de julio de 2025


¡Tu tío!... ¡tu pobre tío, ha muerto! contestó apagando su sonrisa y con acento triste Francisco Montiño. El joven se puso pálido, sus ojos se llenaron de lágrimas, y exclamó bajando tristemente la cabeza: ¡Cúmplase la voluntad de Dios! Y luego añadió dominándose: ¿Y nada os ha dicho para ? Nada; cuando llegué ya había perdido el habla.

Si Francisco Martínez Montiño se empeña, seréis... no digo yo capitán... sino cuartel-maestre, general... vuestro tío, además de tener muchos doblones, tiene mucho influjo. Me alegro de saberlo dijo para el joven. Capitán dijo la Dorotea... ¿y os iréis á Italia ó á Flandes?... Me quedaré en Madrid; á más de capitán, quiero serlo de la guardia española.

Al verse Quevedo con un bulto encima, y espada en mano, echó al aire la suya, y embistiendo á Juan Montiño, exclamó con su admirable serenidad, que no le faltaba un punto: Muy obscuro hace para pedir limosna; perdone por Dios, hermano. Y á pie firme contestó á tres tajos de Juan Montiño, con otras tantas estocadas bajas y tales, que el joven se vió prieto para pararlas.

Gracias, caballero, gracias le dijo ; os estoy tan agradecida, que no sabré cómo demostraros... No hay por qué, señora contestó brevemente Montiño. Vivo en la calle Mayor. Muchas gracias. Número sesenta... Gracias, señora. Me encontraréis allí todo el día... En aquel momento la Dorotea salía de la escena, y oyó las últimas palabras de la Mari Díaz.

Juan Montiño había oído hablar muchas veces á Quevedo, tres años antes, en ocasión en que andaba huído en Navalcarnero, por cierta muerte que había causado en riña, muchas y picantes aventuras acontecidas en la corte: sabía que la corrupción de las costumbres había llegado en ella al último límite, que las damas más principales solían verse muchas veces, á consecuencia de sus galanteos y de sus intrigas, en situaciones extraordinariamente extrañas y comprometidas; ¡pero la reina!... la lengua de Quevedo, que nada respetaba, había respetado siempre á las damas de la familia real; acaso el gran mordedor, el gran satírico, había guardado silencio por consideración, por afecto, por un galante respeto, acerca de la reina y de las infantas... pero...

Y será peor si no os confiáis completamente á . Pero don Francisco... ¡Se conspira! ¿Que se conspira? Y vuestro sobrino es uno de los primeros conspiradores. Mi sobrino... ¡Escondéos! ¡Cómo! Quevedo empujó á Montiño detrás de la puerta. Había oído en las escaleras unos pasos de mujer y el crujir de una falta de seda; poco después la condesa de Lemos atravesó la portería.

Pero se contuvo á tiempo, y siguió aquel papel de enamorado que no le era difícil representar, porque además de ser hermosa Dorotea, estaba embellecida por una sobreexcitación profunda, dominada por el no qué misterioso que emanaba para ella de Juan Montiño. Podía decirse que Dorotea estaba enamorada, sorprendida en eso que se llama cuarto de hora de la mujer, por el joven, dominada por él.

Francisco de Juara me contó lo que había acontecido á su señor con Juan Montiño, y Juan Montiño se alegró mucho en hallarme y yo de hallarle y... pero vamos al secreto.

Algún día podrá convenirte el que hayas servido á ese muchacho.» ¿Qué habrá aquí encerrado? dijo Francisco Montiño después de haber leído tres veces esta carta, como la otra fechada hacía veintidós años en el día de San Marcos.

Debemos retroceder hasta el final del capítulo XXII. Esto es, al punto en que Dorotea salió de su casa con Juan Montiño.

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