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Actualizado: 27 de mayo de 2025
Una hora después, cuando todos hubiéronse ido, Diana confesó secretamente a Maurescamp, que en efecto, estaba ebria, y que por consiguiente, todo lo que había dicho, no debía tomarse en cuenta; después de lo cual pidió perdón y lo obtuvo. Pero la señora de Maurescamp no obtuvo el suyo. Hacía ya mucho tiempo que su marido no la amaba, y mucho tiempo que había comenzado a odiarla.
Recibió, además, de su familia y amigos tan entusiastas felicitaciones con motivo de tan magnífica alianza, y vio tantos celos y enojos en los ojos de las otras madres rivales, que tuvo suficiente motivo para fortificarse en su determinación. El señor de Maurescamp fue, pues, aceptado.
Por otra parte, el señor de Maurescamp no dejaba de presentar ciertos rasgos especiales. Era un hombre de unos treinta años que llevaba con cierto brillo la vida parisiense. Sus títulos eran herencia de su abuelo, general bajo el primer imperio, y su fortuna, de su padre, quien la había adquirido honradamente en la industria.
Físicamente era el señor de Maurescamp un grande y bello joven, de color un poco encendido y de una elegancia un poco pesada. Fuerte como un toro, parecía deseoso de aumentar indefinidamente sus fuerzas; por la mañana ejercitábase en el balancín, tiraba las armas, bañábase dos veces al día con agua helada, y desarrollaba orgulloso dentro de un ancho gabán su busto suizo.
Apenas estuvo en ellas, cuando rompiendo el sobre de la carta destinada a su mujer, leyó estas palabras que no estaban firmadas, pero cuya procedencia no había como poner en duda: «Esté tranquila. Por su cariño tendré consideración con él.» El primer movimiento del señor de Maurescamp, siempre dispuesto a la cólera, fue romper y echar al fuego aquel insolente billete.
El señor de Maurescamp y de Sontis emprendieron un asalto, al cual la pequeña escena del día anterior daba un interés excepcional.
Pues bien, hijo mío, yo voy a hacer la comisión... Ven conmigo a esperar la contestación, si hay alguna. Y el señor de Maurescamp, seguido del muchacho, volvió sobre sus pasos, atravesó rápidamente el patio y entró en sus habitaciones.
El señor de Maurescamp, después de leer esto, dobló el billete, púsolo en el sobre y lo entregó al muchacho, alejándose en seguida. Hora y media después, el duelo tenía lugar en el bosque de Mames, y el señor de Maurescamp había recibido una herida en medio del pecho. Creyose por mucho tiempo que no sobreviviría, pues sus pulmones estaban atacados. Pero la fuerza de su temperamento lo ha salvado.
Corrió la cortina y reconoció en el personaje que subía la escalera de la galería, a un maestro de esgrima, o más bien a un preboste nombrado Lavarede, que tenía por costumbre venir al palacio tres veces a la semana para tirar las armas con el señor de Maurescamp.
Esforzáronse, en consecuencia, en demostrar a los testigos de Maurescamp, que, planteada como estaba la cualidad de ofensor y ofendido, quedaba en realidad dudosa entre los combatientes. La provocación dirigida por Maurescamp al señor de Lerne, a causa de un incidente cuya futilidad no podía desconocerse, ¿no tenía en sí un carácter excesivo que se asimilaba a una verdadera agresión?
Palabra del Dia
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