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Fijé el lugar, y como era muy posible que nos dieran caza y encontrándonos un papel así nos lo quitaran, traduje la indicación al vascuence, y, mientras esperábamos que acabaran de enterrar el tesoro, Allen, por mi consejo, fue marcando en un devocionario las letras que componían los datos puestos en vasco.

Cubrían sus peinados con enormes sombreros de altivas plumas; en una mano llevaban una vela rizada y sin encender, envuelta en un pañuelo de encajes, y con la otra se recogían y ceñían al cuerpo la falda, marcando al andar sus secretas amenidades. Esta devoción primaveral no tenía un rostro compungido.

Estuvieron batiéndose con ferocidad, a distancia como de treinta pasos, tirándose de los pelos, dándose dentelladas y cayendo juntas en la mezcla inarmónica de sus propios sonidos. Al fin venció Semíramis, que resonaba orgullosa marcando sus nobles acentos, mientras se extinguían las notas de su rival, gimiendo cada vez más lejos, confundidas con el tumulto de la calle.

La otra puerta era la de la taberna, la que estaba abierta desde una hora antes de apuntar el día y por las noches hasta las diez, marcando sobre el negro camino como un gran rectángulo rojo la luz de la lámpara de petróleo colgada sobre el mostrador. Tenían las paredes zócalos de ladrillos rojos y barnizados, á la altura de un hombre, con una orla terminal de floreados azulejos.

Eran, siempre, obras de títulos sugestivos: «Galera de la inocencia», «Espejo milagroso», «Tristeza de los desheredados...» ¡El tipo venerable, el papel amarillento, la grave encuadernación frailuna, la cintita verde marcando la página, todo esto me encantaba!

En seguida me preguntó qué asunto iba yo a elegir para mi curso de este año, marcando así que la cuestión de mi matrimonio le parecía agotada. Iba a exponerle mis ideas sobre este asunto y a pedirle consejos, cuando entró Elena muy sonriente y más bonita que nunca. Aquí tenemos a mi hijita, dijo Lacante atrayéndola hacia él y con una inflexión de ternura que me conmovió.

El abogado se vió en un automóvil con varios hombres á los que apenas conocía. Otros vehículos marchaban delante y detrás del suyo. En uno de ellos iba Freya con las monjas y el sacerdote. Una débil claridad blanqueaba el cielo, marcando las aristas de los tejados. Abajo, en el lóbrego fondo de las calles, empezaba lentamente la circulación del amanecer.

Un hijo de doctor Zurita, que iba al frente sable en alto marcando el paso, gritaba con el imperio de una casa triunfadora: «A ver gringo, avanza un poco... Un... dos. Un... dos. , gallego, hazte pa atrás». Fernando, apoyado en la barandilla a corta distancia de los músicos, seguía con los ojos el lento balanceo del castillo de popa, sobre el cual aleteaba una ronda de gaviotas.

Y daba sus órdenes al través de las mellas de la dentadura, con la misma voz ronca y canallesca con que jaleaba el baile de sus niñas en los tablados. Avanzaba la compañía marcando el paso cadencioso y lento al compás del redoblante.

¿Que vous semble-t-il? ¿Qué le parece á usted? preguntó la señora, avivando un tanto los ojos, y marcando mucho las palabras, con cierta expresion orgullosa. Me parece, señora, la contesté, que aquello es un lugar de triunfo y de alegría, no de sacrificio, de meditacion y de recogimiento. Es una Vénus, no una Magdalena; un festin, no una lágrima.