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¡Gracias, hija mía, gracias! exclamó el doctor sin poder contener su júbilo. ¡Eres adorable! ¡Te adoro, Magdalena! le dijo Amaury en voz baja. Entró entonces un criado para anunciar que comenzaban a llegar los invitados. Había que bajar, pues, al salón. Pero Magdalena no quiso hacerlo sin que antes fuesen en busca de su prima.

Supongo que le has pedido muchas gracias en la larga estación que acabas de hacer delante de él. Una sola, Magdalena dijo la abuela con una convicción absoluta. ¡Ah! La gracia de un buen matrimonio para ti. ¡Pobre abuela! La ocasión era tan tentadora, que dije muy de prisa: Yo también he rezado por ti, querida abuela, aunque no para obtener la misma gracia.

Antes de proseguir, el doctor pareció titubear, consultando a su hija con la mirada. ¿Y qué?... preguntó Magdalena, mientras su novio bajaba la cabeza. Amaury seguirá su viaje hasta Nápoles. ¿Cómo es eso? ¿Nos deja? exclamó Magdalena. No, hija mía, porque eso no es dejarnos repuso el doctor, con viveza.

Entonces vio a Magdalena que estaba contemplándoles, tan pálida como la rosa blanca que acababa de cortar en el jardín, y que con infantil coquetería lucía en los cabellos. Leoville corrió hacia ella y le preguntó en voz baja: ¿Qué te pasa, Magdalena? ¿Estás indispuesta? ¿Qué tienes? No me pasa nada, Amaury respondió la pobre niña.

Como antes hablamos ya lo suficiente acerca de las comedias religiosas, es nuestro propósito ocuparnos sólo excepcionalmente en este punto; pero no podemos menos de llamar la atención hacia La Magdalena de Roma, de Diamante.

Ramón Pérez había afirmado, con tanta más certeza, cuanto que él mismo lo creía así, que aquellas figuras eran San Juan, San Pedro y la Magdalena.

Magdalena sonriendo entre provocativa y burlona, al mismo tiempo que se prendía las últimas horquillas en el moño, volvió la cara hacia su amante, hizo un guiño muy expresivo y dijo: Hazte socio, monín. Oye ¿y cómo se llama esa hermandad? La hoja de parra. ¿Y para qué es?

El ejemplo de los Estados-Unidos del Norte influyó de una manera extraordinaria en el porvenir de los pueblos Sud-americanos, que desde muy atrás venian experimentando la tiránica opresion de los vireyes españoles, y el eco del santo grito de emancipacion dado por Washington en las márgenes del Potomac, poderoso á despertar el entusiasmo patrio, resonó en las del Magdalena, el Orinoco y el Plata, conmoviendo tambien el corazon de los Andes.

Pero imperturbable el buen viejo, como quien trae aprendido el discurso y lo teme olvidar si tarda en soltarlo, le habló de Magdalena pecadora; del Señor, que siendo quien era, la había perdonado; y pasando al estilo llano y natural, contó la transformación sufrida por Enriqueta.

Es que cruzamos frente a la desembocadura del Magdalena, que viene arrastrando arenas, troncos, hojas, detritus de toda especie, durante centenares de leguas y que se precipita al Océano con vehemencia. Henos al fin en el pequeño desembarcadero de Salgar, donde debemos tomar tierra. No hay más que cuatro o seis casas, entro ellas la estación del ferrocarril que debe conducirnos a Barranquilla.