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Resultó de ello que Amaury, criado junto a Magdalena, que era casi de su edad, se había acostumbrado a querer entrañablemente y con amor más que fraternal, a la que le miraba como un hermano. Así, ambos concibieron desde niños, en la sencillez de su alma inocente y en la pureza de su corazón, el proyecto halagador de no separarse nunca.

Henos en la pequeña población de Nare, punto final de los compañeros de viaje que se dirigen hacia Medellín, la capital del Estado de Antioquía. Allí nos despedimos al caer la tarde, después de haberlos depositado en un sitio llamado Bodegas, para llegar al cual hemos tenido que remontar por algunas cuadras el pintoresco río Nare, afluente del Magdalena.

María, dan noticias conformes historiadores que probablemente no se han consultado, ni quizás oido nombrar ; y por último puede sostenerse con muy sólidos argumentos que lo eran asímismo, aunque quizás con otras advocaciones, las que hoy se denominan de S. Andrés, de la Magdalena, de S. Lorenzo y de Sta.

El padre de Magdalena, sentado junto a la chimenea con la cabeza oculta entre las manos, estaba abstraído en tan hondas reflexiones que no lo oyó entrar ni notó su presencia cuando llegó adonde él estaba, hasta que Amaury, después de contemplarle un momento, le preguntó con acento de inquietud: ¿Qué ocurre? ¿Por qué me ha hecho usted llamar? ¿Ha recaído Magdalena?

Ya en la capital, Amaury mandó parar el coche en el Arco de la Estrella. Perdone, usted dijo el señor de Avrigny; yo también tengo que hacer esta noche. ¿Tendré el gusto de verle? El padre de Magdalena contestó con un signo afirmativo. El joven se apeó, y el coche siguió rodando en dirección a la calle de Angulema. Acababan de dar las nueve de la noche.

¡Es muy triste y costoso de hacer lo que usted me pide, papá! repuso Magdalena, haciendo un mohín de desagrado. Yo no bailaré le dijo Amaury al oído. Como Amaury decía muy bien, Magdalena era la bondad personificada, y si tenía aquellos arranques de mal humor era tan sólo obrando a impulsos de la fiebre.

Sólo mi Joaquina tuvo noticia de ellas. La Condesa era una mujer singular. Arrastrada por la violencia irresistible de su afecto, veía a solas a su amigo, y luego lloraba como la Magdalena, rezaba, abominaba de misma como si se creyese el ser más abyecto y vil, y desesperaba hasta de que Dios la perdonase.

El padre de Magdalena, antes de responder, se quitó con calma los guantes, dejó el sombrero sobre una butaca, y sólo entonces rompió el glacial silencio que tuvo un rato en tortura a nuestros dos jóvenes, para decir con acritud: ¡Ya estás aquí otra vez, Amaury! ¡A fe mía que vas a hacer un gran diplomático si sigues estudiando la política en los tocadores y las necesidades y los intereses de tu país viendo bordar a las niñas!

Magdalena extendió hacia él sus brazos, tratando de incorporarse pero aquel esfuerzo superaba a su energía y volvió a caer sin fuerzas sobre la almohada. Cuando vio esto Amaury se desvaneció su aparente tranquilidad y aterrado por su palidez y enflaquecimiento lanzó un grito y se abalanzó a abrazarla.

El padre de Magdalena, que con los ojos fijos en su hija observaba con inquietud reciente el extraño brillo de sus ojos y los nerviosos estremecimientos que de vez en cuando agitaban su cuerpo, no pudo contenerse por más tiempo y acercándose a ella dijole con triste acento, mientras estrechaba cariñosamente una de sus manos: ¿Quieres algo, Magdalena?