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Actualizado: 28 de junio de 2025
El puede proceder como le parezca bien, pero yo no residiré bajo el mismo techo que él, ni tendré comunicación alguna con él, sea lo que fuere. Comprendo sus sentimientos, Mabel exclamé, ¿pero cree usted que es prudente seguir esa línea de conducta? ¿No será mejor esperar a vigilar los movimientos del individuo?
Por consiguiente, permítame, Mabel, que le hable en este momento con toda la mayor ingenuidad posible, como un hombre lo debe hacer con una mujer que es su verdadera amiga. Es usted joven, Mabel, y... vamos, usted lo sabe, muy... muy bella... No, señor Greenwood, le aseguro que hace usted muy mal en decir eso me interrumpió, sonrojándose al escuchar mi cumplimiento. Estoy convencida de que...
Mabel, la dulce y bondadosa niña que yo tanto amaba, y cuyo porvenir había sido depositado en mis manos, había cometido el grave y triste error, como otras tantas niñas, de enamorarse de un hombre vulgar, torpe y muy inferior a ella.
Lo que hasta entonces había conseguido saber sobre él no era muy satisfactorio. Parecía evidente que, en combinación con el monje, poseía el secreto del pasado del muerto, y quizá Mabel temía alguna desagradable revelación que se relacionara con los actos de su padre y con el origen de su fortuna.
¡Entonces, es usted libre, Mabel, libre para casarse conmigo! grité, casi fuera de mí de alegría. Ella bajó la cabeza y contestó, en una voz apenas perceptible: No, Gilberto, no lo merezco; soy indigna de eso. Lo he engañado.
Nos dijo que su apellido era Hales, lo cual me produjo la mayor sorpresa, pues era el mismo del novio secreto de Mabel, y en el correr de la conversación supimos que había estado un buen número de años en el mar, principalmente en viajes comerciales por el Atlántico y por el Mediterráneo.
Quiero que me mire usted todavía con alguna estimación, como siempre lo ha hecho murmuró, bañada en lágrimas, porque no me gusta pensar que haya descendido en su aprecio. Recuerde que soy una mujer... y los impulsos e indiscreciones de una mujer pueden perdonarse. Usted no ha perdido absolutamente nada de mi estimación, Mabel le aseguré.
La belleza de Mabel Blair, al contemplarla de pie, delante de mí, en aquella magnífica mansión, que ahora le pertenecía exclusivamente, era, no hay duda, capaz de trastornar la cabeza de cualquier hombre que no fuese un juez severo o un cardenal católico; muy diferente, por cierto, de la pobre niña, desmayada y sin fuerzas, que por primera vez vi caída, junto al camino, en medio del triste crepúsculo invernal.
Resultó ser un diez de oros, y con el fin de que los lectores puedan darse una idea clara de cómo estaban arregladas las letras, reproduzco una copia de ella enfrente. ¡Qué extraño! exclamó Mabel, tomando la carta y examinándola atentamente. Debe ser algún enigma cifrado, igual al otro que encontré dentro de un sobre sellado en la caja de hierro.
Nuestra amistad era de un carácter tan íntimo y estrecho, que podía, por cierto, hacerle esa proposición sin salirme de los limites propios; sin embargo, resolví tratar de saber primero el motivo tan poderoso que tenía para desear viajar sola. Pero Mabel era una mujer inteligente, y no tenía intención de decírmelo.
Palabra del Dia
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