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Actualizado: 30 de septiembre de 2025
Bajaban de su interior hombres y más hombres, unos por su pie, otros en camillas de lona: rostros pálidos y rubicundos, perfiles aquilinos y achatados, cabezas rubias y cráneos envueltos en turbantes blancos con manchas de sangre; bocas que reían con risa de bravata y bocas que gemían con los labios azulados; mandíbulas sostenidas por vendajes de momia; gigantes que no mostraban destrozos aparentes y estaban en la agonía; cuerpos informes rematados por una testa que hablaba y fumaba; piernas con piltrafas colgantes que esparcían un líquido rojo entre los lienzos de la primera cura; brazos que pendían inertes como ramas secas; uniformes desgarrados en los que se notaba el trágico vacío de los miembros ausentes.
El viejo y el niño iban vestidos lo mismo, pantalón de lienzo blanco, una almilla rayada ceñida al cuerpo, zapatillas y cinturón de lona. Este ligerísimo traje era el más a propósito para hacer gimnasia, sobre todo en las horas calurosas del mes de julio.
A media tarde, cuando don Carlos hubo dormido la siesta en una mecedora de lona y leído varios periódicos de Buenos Aires, de los que traía el ferrocarril á este desierto tres veces por semana, salió de la casa. Atado á un poste del tejadillo sobre la puerta, estaba un caballo ensillado. El estanciero sonrió satisfecho al darse cuenta de que la silla era de mujer.
El campamento era un conglomerado de viviendas levantadas sin orden: chozas hechas de adobes con cubierta de paja, casas de ladrillo con techos de ramaje ó de cinc, tiendas de lona. Las construcciones más cómodas eran de madera y desarmables, estando ocupadas por los ingenieros, los capataces y otros empleados.
Como todos ellos estaban acostumbrados á que los viajeros que llegaban á la Presa no llevasen otro equipaje que la llamada «lingera», saco de lona donde guardaban su ropa, se asombraron al ver la cantidad de baúles y maletas del coche-correo, vieja diligencia tirada por cuatro caballos huesudos y sucios de lodo.
Los carros de la caravana iban, como decía Jorge Sand, «con una rueda por la montaña y otra por el fondo de una torrentera». El músico, arrebujado en un capote, temblaba y tosía bajo la lona del toldo, estremeciéndose con los dolorosos vaivenes. La novelista seguía a pie en los malos pasos, llevando a sus hijos de la mano en este viaje de vagabundos.
Maltrana, desde su sillón de lona, vio acurrucados a la redonda, con la mandíbula entre las manos, a todos los admiradores del Morenito, lo mismo que una tribu de guerreros en Consejo. El malagueño hablaba con la boca torcida, expeliendo las palabras por una de sus comisuras, para hacer sentir al auditorio toda la grandeza de su bondad de maestro.
Otros, por encima de ellos, ocupaban, como si fuesen bancos, los mástiles de las grúas colocados horizontalmente. Algunos, con aire señoril, dormían arrellanados en sillones plegadizos de lona vieja, recuerdo de anteriores viajes. Correteaban bandas de muchachos medio desnudos, yendo a refugiarse entre las rodillas femeninas en los azares de su persecución.
La noche era buena; noche de verano, con estrellas a granel y un vientecillo fresco algo irregular, que tan pronto hinchaba la gran vela latina, hasta hacer gemir el mástil, como cesaba de soplar, cayendo desmayada la inmensa lona con ruidoso aleteo.
Algunas mujeres ocupaban taburetes plegadizos de lona, con el aplomo que confiere el derecho de propiedad.
Palabra del Dia
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