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Lacante movió la cabeza sin replicar, y siguió diciendo: Deseo de todo corazón que ese matrimonio le haga a usted feliz. Acaso hubiera deseado para usted una esposa cuyos gustos estuviesen más en relación con su fortuna. Sin embargo, si, como espero, Luciana es una mujer de corazón, sabrá sacrificar sus gustos en la medida necesaria.

No me ha ocurrido un solo instante dudar de tu bondad ni de la de Marta. Sin embargo, para tranquilizar a Lacante, envíame en seguida una aceptación formal. Elena al Padre Javalieux. 24 de diciembre.

Y le querrá a usted todavía. ¿Por qué desesperar? Lacante movió la cabeza sin responder. ¿No sería un extraño desquite de la niña abandonada el haber venido a casa de su padre para morir en ella, dejándole un eterno pesar? Encontré en la calle a mis amigos, que me estaban esperando para asaltarme con sus preguntas.

¿No le gusta a usted, Elena? ¿Qué quiere usted que le diga? Apenas la conozco... No es más que una chiquilla... Si usted quisiera ocuparse de ella con un poco de indulgencia, la sociedad de usted podría serle muy provechosa. Luciana hizo un gesto que no fue de entusiasmo. No sabría qué decirle... Es imposible encontrar dos naturalezas más opuestas que la de la hija de Lacante y la mía.

Unos ojos gris claro, inmensos, cándidos y dulces, con reflejos cambiantes a la espesa sombra de unas pestañas muy negras... Es encantadora, amigo mío, esta hija de Lacante. ¿Cómo diablos se las habrá compuesto para dotar al mundo de esa flor de poesía?

6 de agosto. ¿Sabes que estoy celoso del interés que tomas por todo lo que se refiere a Elena Lacante? La pobre niña es interesante, pero yo también, qué diablo... Y no parece que te das cuenta de ello. Voy, pues, a decirte el estado de Elena. La crisis que se esperaba ha traído un alivio de la fiebre y la muchacha empieza a revivir, a mirar a su alrededor y a darse cuenta de las cosas.

Y, ¡qué diablo! si es hermoso el ser venerable, y honroso el ser venerado, con todo, la cosa es, a mi edad, un poco desconsoladora. Lacante, con gran estupefacción de todos, nos anunció aquella noche que se va a instalar en el campo. Si lo conocieras como yo, comprenderías lo que tiene de revolucionaria esa extraña decisión.

La obediencia es una virtud que hará las veces de la austeridad. Estoy seguro de que no me darás el disgusto de resistirte. Elena sonrió y presentó el plato sin decir palabra. Lacante se puso muy contento por aquella sumisión sin echarlas de víctima ni sombra de enfado. Cuando llegué, lo encontré radiante. Es buena muchacha la tal Elenita, querido. Nada gazmoña ni rebelde.

Dijo esto Elena con fría aspereza y volviendo la cara, para ocultarme, sin duda, sentimientos que la ruborizaban. La emoción contenida de Lacante me había dado pena, pero la de Elena me dejó indiferente. Cualquiera que fuese la causa, sabía yo que su corazón no entraba en ella para nada.

En la calle de Tournon la ayudé a apearse y a subir el único tramo que conduce a casa de Lacante. Nuestro amigo es un madrugador, como sabes, y estaba ya levantado e instalado en su mesa de escribir. La señora Polidora, digna y tiesa, nos introdujo, y al ver el extravagante traje de Elena, colgada de mi brazo, murmuró entre dientes con impertinencia: ¡Dios mío! ¿Qué es esto?