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Actualizado: 12 de octubre de 2025
Sofía Jansien resumió todas las opiniones con su voz de clarín: Si ha de perder a su hija, más vale que no la haya educado él mismo, pues así se consolará más fácilmente. Si vive, tendrá tiempo para hacer que olvide el pasado y para hacerla feliz... Señoras, no nos enternezcamos por Lacante... Ha amado y esto basta; su misión está cumplida. El gran negocio en esta vida es el amor.
Con cierta instrucción y alguna memoria, quiere echarlas de ingeniosa, y puedes pensar cuánto contribuye a su reputación la presencia habitual de Lacante y cuánto se la envidian. Lo más asombroso es que a él le guste, pues no es posible que se haga ilusiones sobre lo que vale la señora.
Yo no pido más que convenir en mis culpas: sus celos de usted me hirieron y tuve a orgullo el hacerle frente... Usted, para castigarme, no ha dejado un momento a Elena Lacante, y ha logrado también lo que se proponía, que, a mi vez, me he vuelto celosa. Esta es nuestra historia. ¡Usted celosa, Luciana!... Se estima usted muy superior a las demás para que eso sea posible.
Cuando volví al cuarto de Lacante me le encontré hundido en su sillón, con las cejas fruncidas y aspecto de preocupación. Es un paquete, mi querido amigo, un verdadero paquete me dijo moviendo la cabeza con aire consternado. Protesté diciéndole que Elena era encantadora y que la había visto mal. ¿Cómo había de verla debajo de aquellos trapos grotescos y a través de sus lágrimas?
Traté de hacerle comprender la vida de estudio y de trabajo que hace Lacante, sus relaciones con escritores y sabios, su casa sin mujer y lo difícil que le hubiera sido tener a su lado y educar a una niña. Le pinté además sus ataques de gota que le entregan a los cuidados mercenarios de una criada. La muchacha se conmovió. Yo sería de buena gana su sirviente exclamó con pasión.
El buen señor no quiere todavía soltar su presa enteramente y me ha escogido para hacer sus veces mediante un poco de dinero y lejanas esperanzas. Pero estoy encantado, porque, si lo hago bien, y lo procuraré con todas mis fuerzas, estaré designado para sucederle un día. Y vuelvo a mi viaje, que te va a hacer mucha gracia. Figúrate que esta mañana una esquela de Lacante me llama a su lado.
Desde las primeras palabras, Lacante le mostró con una seña a Elena, sentada enfrente de él, y Kisseler afirmó que sería prudente y que velaría su relato. Lo veló, en efecto, pero con un velo tan extrañamente plegado, que no hacía más que añadir un incentivo más a la brutal aventura.
Y me contó el episodio del día. ¡Cuando yo decía que es una joven deliciosa! exclamé. Lacante arrugó la nariz y movió maliciosamente la cabeza. Sí, sí dijo, deliciosa y dócil... Se ha comido animosamente su chuleta... pero... no ha tomado postre. ¿Qué dice usted de esto?... No he querido contrariarla y he hecho como que no lo observaba... Pero lo he visto y comprendido perfectamente.
Después, dirigiéndose a Elena, que estaba escuchando con profunda atención, le preguntó: ¿Qué comprendes tú de todo esto, hija mía? Bajo la transparencia de su piel corrió la llama de rubor. La muchacha bajó los ojos sin responder; pero su cortedad divertía a Lacante, que insistió: Vamos a ver, dinos lo que piensas.
Era la hija de Lacante, a la que acababa de sorprender en sus devociones de la tarde. Como estaba muy cansado, me fui al hotel y tuve exquisitos sueños de una pureza de arcángel, hasta el punto de hacerme sentir el tener que levantarme de mi mala cama de posada cuando por la mañana tuve que hacerlo para asistir al entierro.
Palabra del Dia
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