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Actualizado: 12 de junio de 2025


Mi asombro, pues, fue grande cuando ayer, en el momento en que me disponía a acompañar a Lacante y a su hija, la vi acercarse a y decirme muy bajo, poniéndome la mano en el brazo: Déjelos usted marcharse solos, una vez, por casualidad. ¿No he de tener yo nunca el favor de una conversación íntima? Reclamo mi parte del ingenio y de la amabilidad de usted. Sentémonos en este banco, si le parece.

¡Cómo! la dije, ¿ya se ha marchado el poeta, a pesar de los encantos de usted? ¡Ay de ! exclamó riendo; olvidemos lo que es triste y hablemos un poco de esa joven tan deliciosa... de la hija de Lacante. Tampoco eso es alegre; la pobre niña está acaso a estas horas en el duro trance de la muerte. Entonces hablemos de otra cosa dijo secamente; y me dejó casi en seguida.

Creo que en este caso hubiera tirado a Kisseler por la ventana... Cuando todos se marcharon y Elena se metió en su cuarto, me quedé fumando un cigarro con Lacante para esperar la hora del tren. Lacante estaba preocupado y tocaba el tambor nerviosamente con los dedos en la mesa. Por fin dio un suspiro y dijo: Tendré que separarme de mis amigos o de mi hija.

Querido amigo continuó después de un instante, es para cumplir un deber... un deber de conciencia en interés de la niña... ¿Qué niña? ¡Cómo! ¿Acaso aquella noble dama tenía?... Lacante no me dejó acabar. ¿Qué diablos va usted a pensar, amigo querido? La niña, y esto es lo que me preocupa, la niña es hija mía.

En esto estoy, querido hermano... Lacante no sabe nada, lo que es ya mucho, así como lo es el tener un poco de simpatía en el estado de ánimo en que me encuentro. ¿Hablar a los de Oreve? Me falta valor. Arrastrar a mi pobre Luciana de puerta en puerta, como sospechosa, como acusada, sin que ella lo sepa para defenderse, se parece mucho a una traición.

Sea la que quiera la buena voluntad de Lacante, temo que no tenga para ella entrañas de padre. Es un estorbo en su existencia, una carga de la que se ha librado todo el tiempo que ha podido y que le va a resultar incómoda hasta lo ridículo.

Todo está habilidosamente combinado en favor de los intereses de la Marquesa, que no puede pasarse sin Lacante. Es asombrosa la influencia que ha tomado esta mujer sobre un hombre de una inteligencia notable, de una penetración extremadamente sutil y dotado de un sentido tan distinguido de lo delicado y de lo raro. Ella es pesada y ruda, sin conjunto ni elegancia natural.

Tuve que contar de nuevo la historia de Elena, que interesó y divirtió mucho al auditorio. Las mujeres se enternecieron por la enfermedad de la inocente y vieron en ella un castigo por la insensibilidad de Lacante. Los hombres decían: Es acaso un desenlace y una buena solución.

Pero quieres arruinarme dijo Lacante sonriendo y acariciando el cabello de su hija, que estaba arrodillada a su lado en la hierba. ¿Quieres, verdad? le dijo Elena besándole la mano. Estoy segura de que doña Polidora consentirá en volver al campo Quemado.

Nunca me había chocado tanto como entonces, por el contraste con la cándida sencillez de Elena, la ridiculez de aquellas maneras y de aquellos adornos. Lacante hizo que su hija se sentase y le presentó, uno por uno, sus invitados, añadiendo al nombre de cada cual una nota característica destinada a fijar sus recuerdos. Cuando llegó a , Elena dijo con presteza: A este caballero lo conozco.

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