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Empleó en la tarea mucho más tiempo de lo que había imaginado: cuando tornó al gabinete donde su madre se hallaba, ésta le preguntó con la aspereza acostumbrada si había cosido un vestido que se le había roto el día anterior. Todavía no contestó Julita tranquilamente. ¿Y qué te has hecho toda la mañana? ¡holgazana! ¡más que holgazana! exclamó la brigadiera con ira.

Creyó que estaba soñando: de tal modo se pintó el espanto en sus ojos, que Maximina se detuvo en medio del gabinete. ¡Vamos, necio, no pongas esa cara, que la asustas! exclamó Julita. Brilló entonces una chispa de gozo en los ojos del joven. Maximina, más roja que una cereza, avanzó unos pasos más y le preguntó con voz temblorosa: ¿Cómo se encuentra V., Miguel?

Hubo otra pausa. Se quedó pensativo y miró dos o tres veces de soslayo a su hermana, como si no se atreviese a manifestarle lo que cruzaba por su mente. Al fin se aventuró a decir: Todavía tengo que pedirte otro favor, Julita. Ya cuál es: que escriba a Maximina, ¿verdad? ¡Qué talento tan prodigioso!

Así que tropezaba con uno perdía nuestra Julia la chabeta, y gritando con la dulzura de un ruiseñor «¡papá, mamo! ¡papá, mamose iba hacia él y le cogía por el rabo. En la misma categoría que los gatos, o acaso un poco más alto, colocaba Julita a su hermano Miguel, a quien llamaba Michel.

Era Julia que había entrado de puntillas sin ser notada. ¡Al fin has caído en mis manos! ¡Abajo los peluqueros! ¡Y en las mías! ¡Arriba las niñas sevillanas! dijo Miguel sujetándola para darla un beso. ¿De dónde sacas , fatigoso, que yo soy de Sevilla? repuso Julita con marcado acento andaluz, y comiéndose más de la mitad de las letras.

Julita R *, una jovencita muy linda, que tampoco inspiraba simpatías a la altiva dama, había sido arrojada de casa de los señores de M * por haberla hallado encerrada en el cuarto del primogénito, un chico de quince años". Estas y otras noticias del mismo jaez dejábalas caer el gallardo mancebo de sus labios con cierta displicencia cómica que despertaba el buen humor de la bella.

Entrado ya el invierno, Ariadna volvió a Madrid, y no se pasaron quince días sin que la trompeta del escándalo pregonase sus amores con el secretario de la Embajada francesa. A Miguel no le maravilló nada este suceso. Un día Julita le dijo a boca de jarro: ¿Cuándo piensas casarte, Miguel?

¡Y yo que soñaba para ti lo menos con un coronel! siguió en voz baja y reprimiendo la risa. ¡Ya llegaremos allá! ¡Diablo! es menester que se pronuncie antes siete veces lo menos; y te lo pueden escabechar fácilmente. ¡Pobrecillo de mi alma! exclamó Julita poniendo la cara triste. ¿Pero le quieres de veras? Un poquito.

Una mañana se hallaba Julita muy arrellanada en su cuna, contemplando fijamente el cielo raso. La niñera la había dejado sola por irse a retozar a la cocina. Su rostro ofrecía una gravedad desusada; los ojos inmóviles, estáticos; los labios plegados en señal de reflexión; las manos descansando tranquilamente sobre el vientre.

Al tiempo de colgárselo, Julita acercó la boca a su oído y le dijo graciosamente: Si lo hubieras traído siempre, no te habrían herido. Y sin esperar contestación salió dando brincos. Cuando estuvo en el pasillo, se quedó inmóvil de repente, meditó un momento, y dibujándose en su rostro una sonrisa de placer, siguió corriendo a su cuarto y acto continuo se puso a escribir.