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Actualizado: 19 de junio de 2025


Miguel acercó, riendo, los labios al retrato. Julita quería desagraviar a su mamá.

Yo me alegraría muchísimo. Creo que es la única mujer que te conviene. ¡Ay, Julita! exclamó con vehemencia incorporándose un poco. Qué placer me has dado. Hace una porción de días que no pienso en otra cosa. Lo sabía perfectamente... Pero hazme el favor de taparte, porque si te mueres no hay boda, y yo quiero comer dulces a toda costa. Miguel la dirigió una sonrisa de reconocimiento.

Si por impaciencia, o arrastrada de su genio vivo y desenfadado, contestaba alguna cosa que oliese de cien leguas a falta de respeto, ya podía prepararse: la brigadiera se erguía como una fiera, la llenaba de insultos, y olvidándose a menudo de lo que debía a su propia dignidad, y apesar de los años de Julita, la pellizcaba cruelmente, la abofeteaba y la tiraba de los cabellos: «¡A su madre no se contesta jamás; se obedece y se calla, aunque no tenga razónEran las palabras que siempre salían de su boca en casos tales.

No es posible negar, sin embargo, que Julita profesaba algunas ideas equivocadas acerca del régimen gramatical y del valor de las palabras. Por ejemplo, ¿qué razón podía tener para llamar a la carne chicha y a la niñera Tita, nombrándose Felisa? Comprendemos perfectamente que para pedir queso dijese quis quis: aquí, por lo menos, existe la raíz del verdadero vocablo.

Julita era una muchacha más bien baja que alta, pero muy bien proporcionada; tenía el talle esbelto y airoso como pocos; todos sus ademanes eran vivos y resueltos y estaban impregnados, si vale la palabra, de una gracia singular; el color tostado en demasía, acercándose mucho al de las gitanas, con las cuales guardaba más de este punto de semejanza; los cabellos idénticos a los de su madre cuando tenía su edad, negros, sutiles y lustrosos, y cayéndole en rizos sobre la frente.

Por el contrario, sabía perfectamente que Julita se consolaba mucho teniéndole cerca, no sólo porque templaba algunas veces el rigor de su madre, sino también, y esto era lo principal para ella, porque desahogaba con él su pecho, porque la animaba, porque pasaba charlando deliciosamente muchos ratos en su compañía, porque se placía en arreglarle el cuarto, porque la llevaba con frecuencia al teatro y procuraba, en suma, por todos los medios que estaban a su alcance, hacerle más dulce la existencia.

La verdad es que en los días que siguieron a esta escena, Julita se manifestó digna de una plenipotencia de primer orden. Pocos diplomáticos se hubieran conducido con tanta habilidad.

La sangre de Julita corrió en abundancia; los gritos se oyeron en media legua a la redonda. Acudió la servidumbre, y el portero, y los vecinos, y los guardias municipales de la calle, y el médico de la casa de socorro, y la guardia del Principal, fuerza de artillería y carabineros, y lo que es aún más espantable que todo esto... acudió la brigadiera.

Julita soltó una estrepitosa carcajada, cuyos ecos llegaron hasta el gabinete de Miguel. «¿De qué se reirá aquella locase preguntó éste sonriendo también frente al espejo mientras se aderezaba para salir. ¡Miguel! ¡Miguel! gritó su hermana desde el pasillo. Ven aquí, por Dios; ¡mira, por tu vida!

Al cabo de veinticuatro horas manifestó que su estado era grave, aunque no desesperado. Julita había padecido varios ataques nerviosos en el trascurso de aquel día: la vista de su hermano moribundo le había causado profunda y terrible impresión: no hubo fuerza humana capaz de hacerle tragar alimento ni medicina alguna.

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