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Michel, Michel dijo Julita trayéndole hacia y dándole un furioso puñetazo en la nuca. Y no contenta con esta clara manifestación, prosiguió con énfasis: Tita feya... Michel apo. Miguel enajenado besó apasionadamente los brazos de su hermanita. Después le preguntó: ¿Quieres que te coma?

La niña hizo una señal afirmativa: la emoción la impedía hablar. Miguel estrechó con fuerza sus manos y las llevó al corazón. D. Valentín contemplaba atónito aquella escena. Julita, desde la puerta, exclamó sentenciosamente llevándose un dedo a la frente: ¡Y luego dirá mamá que aquí no hay más que viento! Aquella misma noche volvieron D. Valentín y su sobrina a Pasajes.

Y poniéndose en cuatro patas, comenzó a dar vueltas por la estancia, lanzando tales y tan verdaderos maullidos, que Julita quedó suspensa y estática, creyendo tener delante de y en realidad un individuo de la raza felina. Como no era cosa de dejar pasar tan oportuna ocasión de dar a conocer sus benévolos sentimientos hacia esta familia, dijo con profunda convicción: Mamo, apo.

Julita no se anduvo con melindres; tomó la galantería al pie de la letra y se puso a taconear sobre el infortunado sombrero de tal suerte, que si Enrique no acude a tiempo se lo hace pedazos. Está visto que contigo no se puede ser galante dijo de mal humor mientras lo limpiaba con la manga de la chaqueta.

Cuando se efectuaba alguna de estas escenas, y por desgracia eran demasiado frecuentes, siempre concluían del mismo modo: Julita se iba a llorar la reprensión, los pellizcos o las bofetadas a su cuarto; su madre no volvía a hablar con ella, ni a dirigirle siquiera una mirada: para que hubiese reconciliación, era necesario que Julia fuese a ponerse de rodillas delante de ella, y cruzadas las manos en el pecho, como estaba acostumbrada desde niña, la pidiese perdón.

Al fin, queriendo terminar de un modo digno y brillante sus trabajos zoológicos, propuso hacer la gallina. Todas las antipatías, terrores y resentimientos de Julita se despertaron al escuchar este nombre malhadado. ¡No... ina no... ina feya!

A uté no, que e mu feo: a esa señorita tan remonísima que yeva uté a la vera contestó el Serranito. Julita se echó a reír, ruborizada. En torno de la plaza, donde llegaron en seguida, se agitaba la multitud, pugnando por entrar; los coches que allí se juntaban producían disturbios y motines, que los guardias no eran suficientes a reprimir.

Después de frecuentes combates, emboscadas, escaramuzas y hasta batallas campales en que la brigadiera dio pruebas de ser consumada estratégica, muy superior por cierto a su marido, que no pasaría jamás de mediano general de división, a los tres fieles y antiguos servidores se les dio la absoluta, y a Miguel... también se la dieron. Veamos de qué modo. Tenía Julita dos años, poco más o menos.

Julita se arrimaba a la pared, sujetándose la cintura con las manos para no desternillarse de risa. Enrique de pie, cerca de la puerta, sonreía un poco avergonzado. Miguel siguió al instante el ejemplo de su hermana. La cosa no merece tanta risa concluyó por decir el primo, amostazado. Pero ni Julia ni Miguel hicieron caso.

Sin embargo, Miguel no transigió con el parecido, y hasta se indignó. ¡Pero qué enamorado estás, Miguel! exclamó Julita sonriendo maliciosamente. Así me gusta... Ya era tiempo de que la veleta quedase fija un instante... ¿Sabes que si yo estuviese en la piel de esa niña las habías de pagar todas juntas? Lo creo repuso el joven riendo.