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Doña Lupe trabajaba en préstamos por pura afición que le infundió Torquemada, y sin sobrino y sin necesidades habría hecho lo mismo. Cuando vinieron los años bonancibles y el capitalito de la viuda ascendió a dos mil duros, iniciose un periodo de buena suerte que debía de ser pronto increíble prosperidad.

El hombre amado sería de otras; ¡y ella misma lo entregaba!... Pero la noble tristeza del sacrificio le infundió serenidad. Era una renuncia más para expiar sus culpas. Julio bajó los ojos, perplejo y vencido. Le aterraba la imagen del porvenir esbozada por Margarita.

Tanto habló de lo conveniente para la salud que eran los baños diarios, y el frotarse, fregarse y escamondarse con jabón y con un guante áspero, que infundió al Sr. de Figueredo la gana de hacer todas aquellas operaciones. Y las hizo, y ya parecía otro y tan remozado como si él no fuese él sino su hijo.

A pesar del desaliento que infundió en la península el éxito desgraciado de estas expediciones, se ordenó lo conveniente para organizar la quinta expedición á los mares del Poniente. Se organizó ésta por Miguel López de Legazpi, que se encontraba en Nueva España, con encargo de que le acompañase el sabio marino Urdaneta.

El Padre Alesón les contó el suceso y les infundió esperanza en el desenlace feliz. Belarmino se llevó las manos al corazón, dobló la cabeza y sollozó. Xuantipa, con alegría diabólica en el semblante, dió libertad a la hiel que tenía almacenada: La hija del pecado vuelve al pecado, que es su elemento. A tanto se me da que se case como que no se case. Es más: digo que Dios no querrá que se case.

Vamos, don Bernardino, confiese usted que esto se acaba, de seguir así; si las economías y la buena administración y la política honrada y todo eso que usted nos canta ahí, no es infundio puro, ¿por qué continúa el oro su viaje a las regiones etéreas? Calma, mi amigo, ¿acaso pretende usted que la situación se normalice de golpe y porrazo? Hay que ir despacio, ensayar medios, ver, consultar...

Su mirada infundió tanto terror a Jacinta, que dijo por señas a su marido que le dejara salir. Pero el otro, queriendo divertirse un rato, hostigó la demencia de aquel pobre hombre para que saltara. «Venga acá, querido D. José. ¿Qué tiene usted que decir de su esposa, si es una santa?».

Firmados, pues, en este parecer, se desembarcó el virrey, y don Antonio Moreno se llevó consigo a la morisca y a su padre, encargándole el virrey que los regalase y acariciase cuanto le fuese posible; que de su parte le ofrecía lo que en su casa hubiese para su regalo. Tanta fue la benevolencia y caridad que la hermosura de Ana Félix infundió en su pecho.

La perspectiva de recibir buscando medio seguro una carta suya, le infundió ánimo, y arrojando el periódico sobre el velador de la trastienda, dijo a su mujer: ¡Tranquilízate! Esa infeliz no está en Madrid... Ahora mismo me largo a respirar un rato a gusto, lejos de ti... ¡fiera! Y sin esperar respuesta, se calzó y salió.

Vivía a solas con su aburrimiento, complaciéndose en hacerlo más insoportable, agitada por una cólera sorda que amenazaba estallar a cada instante: en la apariencia tranquila, aceptando gustosa su papel, tratando con superioridad cortés a los que se la acercaban. El desgraciado accidente sobrevenido a su esposo distrajo un poco su hastío e infundió en su corazón momentáneo sentimiento de piedad.