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Actualizado: 10 de octubre de 2025


Me habéis prometido no desenvainar la espada, señor alférez dijo Juan Montiño. Es verdad que os lo he prometido, aunque no es la costumbre: los padrinos siempre riñen. Lugar tendréis de reñir si me matan; pero entremos bajo techado, porque llueve muy bien. Eso es: en estas casas hundidas han quedado algunas habitaciones en pie. ¿Estáis ahí, amigo Velludo? Aquí estoy. ¿Habéis traído linterna?

A trechos brillando entre los árboles ó partiendo el camino con una inoportunidad que obligaba á molestos rodeos extendían sus láminas acuáticas unos charcos enormes, todos iguales, de una regularidad geométrica, redondos, exactamente redondos. Desnoyers los comparó con palanganas hundidas en el suelo para uso de los invisibles titanes que habían talado la selva.

Con viva satisfacción nuestra, la maciza puerta de la torre no estaba cerrada: sólo tuvimos que empujarla para penetrar en un reducido vestíbulo, obscuro, obstruído por las ruinas y que podía en otro tiempo haber servido de cuerpo de guardia; de allí pasamos á una vasta sala casi circular, cuya chimenea conserva aún sobre su escudo las armas de las cruzadas; una ancha ventana abierta á nuestro frente y atravesada por la cruz simbólica, netamente cortada en la piedra, iluminaba la región interior de aquel recinto, en tanto que la mirada se perdía en la sombra incierta de las altas bóvedas casi hundidas.

Casi hundidas las raíces en el agua se veían a trechos espadañas y juncos en muy pobladas matas. Sobre el haz del agua dormida, que no rizaba entonces el más ligero soplo de viento, se extendían la verde lama y las redondas y anchas hojas de nenúfar, cuyas blancas flores se levantaban en el aire tranquilo. Los pies de Poldy se hundían en la hierba que había crecido muy alta.

En aquel momento todos los celajes del ocaso se rasgaban brotando luz de sus entrañas para formar una aureola a la Madre de Dios, que tenía en aquella cima su templo. La puesta del sol era una apoteosis. Las velas de las lanchas de Loreto, hundidas en la sombra del monte, allá abajo, parecían palomas que volaban sobre las aguas. Al fin llegó Ana a la hondonada de los pinos.

Su situación me inspiraba gran curiosidad. A la luz de la vela, que el monaguillo arrimó al lecho, pude ver el rostro de la enferma. Raquel no era la misma. Todos sus rasgos fisonómicos se habían descompuesto: la nariz, ya grande, era ahora monstruosa; los ojos, más abombados, vidriosos, sin expresión alguna; las mejillas, hundidas.

Luego se dirigió hacia la proa para levantar las anclas hundidas en el fondo del puerto. Estas anclas eran recuerdos venerables de la época posterior á Eulame, cuando las naciones, en implacable rivalidad marítima, se dedicaron á construir buques inmensos, fortalezas flotantes de numerosos cañones, guarnecidas por miles de combatientes.

Si en tiempo de crecientes la provincia de Moxos, inundada casi por todas partes, forma, por decirlo así, una sola sábana de agua; en la estacion de seca las llanadas quedan enjutas, y únicamente se ven sobre las partes mas hundidas del suelo, numerosos pantanos, particularmente al este y al oeste de la provincia, sin que se encuentren muchas lagunas permanentes.

Perdida así la gallardía del andar, los cuarenta y pico se asomaban implacables a todas las líneas del rostro: la triste raya de tinta de los bigotes resaltaba sobre la marchita tez; el párpado caído, hundidas las sienes y desaliñado el cabello, parecía el ex buen mozo una de esas desmanteladas torres, bellas a la luz crepuscular, pero que a mediodía todas se vuelven grietas, ortigas, zarzales y lagartos.

Un noble de traza innoble, joven aún pero bien estropeado; el pelo lacio, las mejillas hundidas, la nariz amoratada, la voz aguardentosa, los ojos levemente torcidos y aviesos. A Elena le produjo malísimo efecto aquel aristócrata que tenía todo el aspecto de un caballero de industria. Además hablaba con un cinismo repugnante bien lejano del culto e ingenioso de Núñez.

Palabra del Dia

aprietes

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