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Actualizado: 10 de junio de 2025


Cuando Juan Claudio Hullin, en mangas de camisa, abrió al día siguiente las ventanas de su casilla vio las montañas vecinas el Jaegerthal, el Grosmann, el Donon cubiertas de nieve.

Y después de un instante de silencio, viendo a Hullin boquiabierto, la anciana prosiguió lentamente: Anoche nos hallábamos todos reunidos, después de cenar, en la cocina bajo la campana de la chimenea; la mesa estaba todavía puesta con las escudillas vacías, los platos y las cucharas.

Obedeció Hullin, y ambos se alejaron por la explanada sin despedirse de Hexe-Baizel, la cual, por su parte, no se atrevió siquiera a asomarse al umbral para verlos marchar. Cuando los dos amigos estuvieron en lo bajo del peñón, Marcos Divès, deteniéndose, dijo: vas a los pueblos de la sierra, ¿no es eso, Hullin?

En aquel momento, unas pisadas fuertes resonaron en la escalera; abriose la puerta, y Hullin apareció con una linterna en la mano, pálido el rostro, los cabellos desgreñados y temblándole las mejillas. ¡Vamos, de prisa! exclamó ; no tenemos un minuto que perder. ¿Pero qué pasa? preguntó Catalina. El ruido de las descargas se acercaba.

Entonces la labradora, cuya nariz aguileña se había encorvado hasta tocar los labios, a causa de la indignación que le producía ver cómo Hullin tomaba a broma su sueño, levantó la cabeza, y los grandes surcos de sus mejillas desaparecieron. Catalina cogió la carta, miró el lacre rojo y dijo a la joven: Dame un beso, Luisa; son buenas noticias. Luisa abrazó y besó a la anciana con frenesí.

Además, la gente te quiere porque vendes a mitad de precio, con lo cual prestas un servicio a los pobres y mantienes caliente el estómago. ; pero ¡cuántos peligros! ¡Bah! Nunca se le ocurrirá a un carabinero pasar por la brecha. ¡Desde luego! pensó Hullin, al recordar que tendría necesidad de salvar nuevamente el precipicio. Es igual prosiguió Marcos ; no te falta del todo razón, Juan Claudio.

Hullin, muy alegre, no era ya el mismo hombre; sus instintos de soldado, los recuerdos del vivaque, de las marchas, de las descargas, de las batallas, volvían a su espíritu a paso de carga; brillábale la mirada, el corazón le latía con más violencia y ya iban y venían en su cabeza ideas de defensa, de atrincheramiento, de lucha a muerte. ¡A fe mía se decía Juan Claudio , todo va bien!

¡Son descargas cerradas! exclamó Hullin ; los nuestros hacen también fuego por descargas; ¡tenemos tropas de línea! ¡Viva Francia! contestó Jerónimo ; la señora Lefèvre tenía razón; los de Falsburgo acuden a socorrernos; ya bajan por las colinas del Sarre, y, mientras tanto, Piorette ataca por el lado del Blanru.

Cuando se despertó, el reloj de la aldea de Charmes daba las cuatro. Hullin, al oír aquellas lejanas vibraciones, salió de su amodorramiento; abrió los ojos, y como mirase sin conciencia de lo que hacía, tratando de evocar sus recuerdos, el vago resplandor de una antorcha pasó ante su vista; el guerrillero sintió miedo y se dijo: ¿Me habré vuelto loco?

Hullin se volvió en aquel momento y vio a la señora Lefèvre, que se hallaba a algunos pasos, prestando atención a lo que decían. ¿Es usted, Catalina? Nuestros asuntos toman mal aspecto dijo Juan Claudio. ; ya he oído; no hay manera de renovar las provisiones. ¡Las provisiones! dijo Brenn con sonrisa extraña . ¿Sabe usted, señora Lefèvre, para cuánto tiempo tenemos víveres?

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