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Actualizado: 10 de junio de 2025
Luisa servía a los convidados, y Catalina Lefèvre lo vigilaba todo, diciendo de vez en cuando: Daos prisa, hijos míos, daos prisa. La tercera hornada debe estar acabada cuando lleguen los del Sarre. Ya sabéis que tocan a seis libras de pan por hombre. Hullin, desde su sitio, veía a la anciana labradora ir y venir.
Al día siguiente, al amanecer, Hullin, muy endomingado con su pantalón de recio paño azul, amplia chaqueta de terciopelo obscuro, chaleco rojo con botones dorados, y cubriendo la cabeza con un ancho sombrero de campo, sujeto por delante, sobre la cara bermeja, con una escarapela, se puso en camino para Falsburg, empuñando un grueso palo de serbal.
Las primeras nieves, que nunca se endurecen, comenzaban, con el ambiente húmedo de las cañadas, a fundirse y se deslizaban por el sendero. Hullin saltó el murillo para subir la pendiente.
Pues bien; es preciso saber que la última casa de la aldea, cuyo tejado de caballete se halla atravesado por dos claraboyas de cristales y cuya planta baja se abre hacia una calle fangosa, pertenecía en 1813 a Juan Claudio Hullin, un antiguo voluntario del 92, a la sazón almadreñero en la aldea de Charmes y que gozaba de una gran consideración entre los serranos.
Pero la joven sonreía tan dulcemente y besaba a Hullin con tanto afecto, que el hombre volvía a su trabajo diciendo: ¡Bah! ¿Qué necesidad tengo de reprender?
¡Los que quieran a Juan Claudio Hullin por jefe que levanten la mano! No se vieron mas que manos en el aire. Juan Claudio dijo el contrabandista , sube aquí, mira..., ¡es a ti a quien quieren! El señor Juan Claudio subió acto continuo, y vio que, en efecto, estaba nombrado, e inmediatamente, con voz firme, dijo: ¡Está bien! Me nombráis vuestro jefe, y yo acepto.
Sí, pero sobre todo, apuntad bien, a la altura del pecho, sin apresuramiento y sin descubrir el cuerpo más de lo que sea preciso. Esté usted tranquilo, señor Juan Claudio le contestaban. Hullin se alejaba luego en otra dirección; por todas partes se le recibía con igual entusiasmo.
Imposible sería describir el furor reconcentrado que se manifestaba en los rostros de los reunidos. ¡Eso era lo que yo tenía que deciros! gritó Hullin muy pálido . Si hemos venido aquí, es para luchar. Sí, sí. Está bien, pero oídme. No quiero entre nosotros traidores. Hay aquí algunos que son padres. Hemos de ser uno contra diez, contra cincuenta; fácil será que perezcamos.
Perdón, ciudadano; me veo obligado a dejarle. Como usted quiera, mi sargento, y gracias. Si vuelve usted a ver a Gaspar, dígale que le lleva un abrazo de Juan Claudio Hullin y que esperamos noticias suyas en la aldea. Bien..., bien..., no dejaré de hacerlo. El sargento salió, y Hullin vació su jarro, muy pensativo. Señor Wittmann dijo al cabo de un momento , ¿y mi paquete?
Pero en seguida, el anciano, dominando su emoción, exclamó: ¡Está bien, hijos míos! ¡La jornada ha sido dura! ¡Vamos a beber un trago, porque tengo sed! Dirigieron los tres una última mirada hacia el talud sombrío, y viendo los centinelas que de treinta en treinta pasos acababa de poner Hullin al pasar, se encaminaron juntos hacia la vieja alquería.
Palabra del Dia
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