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Actualizado: 7 de junio de 2025


El asunto de los deslindes llevándole de nuevo a Val-Clavin, que él creía no ver jamás; la hospedería del Sol de Oro, en que se encontraba de nuevo frente a frente con sus antiguos huéspedes y en donde su llegada despertaba las adormecidas maledicencias de otros días; su encuentro con el hijo de su antigua amante, con ese Simón cuya tranquilidad de espíritu se exponía a turbar para siempre, ¿no eran otros tantos signos precursores de alguna terrible desgracia?

Domingo triste... En mi cuartito de fonda, cuya ventana da a las murallas árabes, procuro distraerme encendiendo cigarrillos... Toda la biblioteca de la hospedería ha sido puesta a mi disposición; entre una historia muy detallada del censo de la población y algunas novelas de Paul de Kock, encuentro un tomo descabalado de Montaigne... Abro el libro por donde él quiere abrirse, y vuelvo a leer la admirable carta en que describe el autor la muerte de La Boétie... Heme aquí tan meditabundo y sombrío como jamás lo estuve... Caen algunas gotas de lluvia.

Y aun podría suceder que ya no estuviese en el pueblo. Ya bastante rico Princetot, vendió tal vez su hospedería y probablemente ni el recuerdo existía ya del famoso Sol de Oro... Por lo demás, fácil sería adquirir noticias sobre este punto preguntando al cochero. Este, que llevaba con frecuencia viajeros de una parte a otra, conocería con seguridad los sucesos del país...

Princetot ha agregado a su casa una destilería, en la que gana el dinero que quiere, y no es poco decir... Sin embargo, continúan en su hospedería como si tuviesen necesidad de ella, ¿Qué quiere usted? La costumbre... Delaberge se puso profundamente taciturno.

Nos alojamos en una fétida barraca titulada: «Hospedería de la Consolación Terrestre». Me fué reservado el cuarto noble, el principal, que se abría sobre una galería formada por estacas. Estaba ornado de dragones de papel recortado, sujetos por cordeles de los travesaños del techo.

De buena estatura, bien tallada, de sedosa piel y con unos melancólicos ojos grises, tenía muy amables maneras y la sonrisa, de sus labios carnosos formaba en sus mejillas aquellos atrayentes hoyuelos que el pueblo llama «nidos de amor». Inteligente y de percepción pronta, hacía lo que quería del gordo Princetot, quien por completo entregado a su comercio de vinos, le dejaba gobernar la hospedería a su gusto, cosa que hacía ella a las mil maravillas.

Por las abiertas ventanas penetraban en la habitación roja la clara alegría de la mañana, la sonoridad despertadora de los mil rumores del campo, y su vivacidad fue ganando poco a poco el corazón y el espíritu de Francisco Delaberge. Cuando había llegado ya a las últimas líneas de su informe, distrajeron su atención una serie de rumores y voces que oyó junto a la misma entrada de la hospedería.

Se albergaba en la hospedería del Sol de Oro. Era frecuentada esa casa por trajinantes y mercaderes de leña, resonando en ella, desde la mañana a la noche, los más discordantes rumores.

Una señora enlutada salió entonces de la vecina hospedería, atravesó lentamente el prado y subió las escaleras que llevan al santuario. Era una mujer alta, joven aún, que parecía agobiada por el peso de una de esas inmensas desventuras que inclinan el cuerpo a la tierra, como buscando en ella el consuelo y la paz.

A esta voz extranjera, un gruñido salió de las tinieblas; inmediatamente una piedra cayó a mi lado, agujereando el papel encerado de la celosía; después, una flecha pasó silbando cerca de , clavándose en un listón. Descendí rápidamente a la cocina de la hospedería.

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