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Algunas hebras negrísimas entre muchas canas, y alguna línea suave en el ajado rostro, restos miserables de encantos vencidos por el tiempo, atestiguaban de que doña Manuela no fue fea, mas sin que la fisonomía ni el talle acusasen picardía o donaire.

Colgaban del techo pintado el fresco de unas caprichosas guirnaldas de hojas y flores como las de la enredadera, unos cestos de alambre cubiertos de cera roja, que les hacía parecer de coral, todos llenos de florecillas naturales, brillantes y pequeñas, y a menudo adornados con las hebras de una parásita que crecía sobre los árboles viejos de la finca, y era, por su verde blancuzco y por crecer en hilos, como las canas de aquella arboleda.

Las rizadas hebras que adornaban á Lola se esparcían sobre su sonrosado seno, cuya blancura se confundía con las purísimas mallas del encaje que resguardaba los encantos de la virgen: la suelta cabellera de Hasay, negra cual el palacio de la noche, destacaba las cobrizas y mórbidas formas en que descansaba.

Vista de espalda, descubría por bajo del sombrero gran parte del rodete bien prieto, formado por una cabellera rubia oscura, surcada de hebras algo más claras, que, heridas por la luz, parecían de oro. Su andar era pausado y firme; pisaba bien y sus movimientos estaban animados por una gracia encantadora.

Digan mis cabellos, Pues saben las yerbas Que dejé en sus hojas Infinitas hebras, Qué defensas hice Contra sus ofensas; Y mis ojos digan Qué lágrimas tiernas, Que a un duro peñasco Ablanda pudieran. Viviré llorando, Pues no es bien que tenga Contento ni gusto Quien sin honra queda. Sólo soy dichosa En que pedir pueda Al mejor alcalde Que gobierna y reina, Justicia y piedad De maldad tan fiera.

La viviente mancha obscura, las incontables ballestas las innumerables lanzas juntas cual lluviosas hebras, todo obscuro como el bosque que guarda sus madrigueras, todo inquieto cual las ramas que sacude la tormenta, preséntase prolongando la espesura de la selva. ¿Qué es aguardar?

Para no cansar, apareció por fin el Rey, hermoso, con humana y divina hermosura, barba larga y negra, aretes en las orejas, corona de oro que parecía tener por pedrería el sol, la luna y las estrellas. Verde era su traje, que por lo fino debía de ser obra de unas arañas muy pulidas que en los profundos senos de la tierra tejen con hebras de fuego.

Lloró la gran vitoria el turbio Esgueva, Pisuerga la rió, rióla Tajo, Que en vez de arena granos de oro lleva. Del cansancio, del polvo, y del trabajo Las rubicundas hebras de Timbreo Del color se pararon de oro baxo. Pero viendo cumplido su deseo, Al son de la guitarra Mercuriesca Hizo de la gallarda un gran paseo.

Era indudable que Juan de Aguirre vivía cuando su familia y yo, de chico, asistimos a su funeral. Por las mañanas, al asomarme al balcón, veo el pueblo con sus tejados rojos, negruzcos, sus chimeneas cuadradas y el humo que sale por ellas en hebras muy tenues en el cielo gris del otoño.

Era una señora bajita también, pero bien proporcionada, de tez pálida, ojos claros y facciones regulares. Sus cabellos rubios, donde brillaban muchas hebras de plata, estaban peinados formando un número considerable de ondas o rizos pegados a la frente con goma. Su traje era un poco extravagante, o por lo menos impropio de una señora de su edad, pues frisaría ya en los sesenta.