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Actualizado: 4 de octubre de 2025
Lo cierto es, que unas veces el entendimiento en una cosa remota ve con claridad la conexîon que tiene con las verdades primitivas, especialmente si es agudo, sagaz, y habituado á raciocinar, y al punto asiente, ó disiente á ella, como que tácitamente, y en un momento descubre todo el enlace de razonamientos con que se llega á los primeros principios: otras veces no ve tan de cerca esta conexîon, y entonces conviene pararse, y ir descubriendo el enlace de las verdades, para quedar asegurado.
Cuando ha afirmado bien la plaza y habituado a la guarnición improvisada a pelear diariamente, como si fuera ésta una ocupación como cualquiera otra de la vida, vase al Brasil, se detiene en la Corte más tiempo que el que sus parciales desearan, y cuando Rosas esperaba verlo bajo la vigilancia de la policía imperial, sabe que está en Corrientes disciplinando seis mil hombres, que ha celebrado una alianza con el Paraguay, y más tarde llega a sus oídos que el Brasil ha invitado a la Francia y a la Inglaterra para tomar parte en la lucha; de manera que la cuestión entre la campaña pastora y las ciudades se ha convertido al fin en cuestión entre el manco matemático, el científico Paz y el gaucho bárbaro Rosas; entre la pampa por un lado, y Corrientes, el Paraguay, el Uruguay, el Brasil, la Inglaterra y la Francia por otro.
Siento placer aún en recordar aquel mundo de a bordo, tan heterogéneo, tan complejo y tan diferente del que estaba habituado a encontrar en los mares que bañan la parte oriental de la América.
Gabriel no podía vivir solo. Estaba habituado a ver cerca de él unos ojos azules, a oír una voz acariciadora, con inflexiones de pájaro, que le animaba en los momentos difíciles, y no pudo resistir la soledad en tierra extraña después de la muerte de Lucy. Despertóse en él un vehemente amor por la tierra natal.
Por fin, el dueño de casa entreabrió la puerta de la pulpería, tendió el oído, y como hombre habituado a esos pequeños incidentes de la vida, se dio vuelta tranquilamente y dijo a la mujer que despachaba en el mostrador: Ruperta, dame la alpargata. Si aquel hombre hubiera dicho: «dame una alpargata», no me habría llamado la atención.
Ante la escalinata del hotel, la esperaba el automóvil, una máquina soberbia que había costado á Sánchez Morueta cincuenta mil francos en París y de la que apenas hacía uso, habituado como estaba al carruaje de sus primeros años de opulencia, el cual, al mecerle sobre los relejes del camino, le hacía pensar en sus negocios, como si el movimiento sacudiese sus ideas adormecidas.
Pero Ovejero, habituado á respirar en las grandes alturas, estaba libre del llamado «mal de la Puna». Tenía el corazón sólido de los montañeses y su pecho dilatado le permitía respirar sin angustia en unas tierras situadas á más de tres mil metros sobre el Océano. Una mañana adivinó que había llegado al punto más culminante y difícil de su camino.
Habituado su oído a los rumores de la noche y a la respiración del mar, buscaba al través de éstos un roce, un indicio de que en aquella soledad había otros seres humanos aparte de él. Pasó mucho tiempo. A la luz del cigarro miró la esfera de su reloj. Las diez. Lejos sonaron ladridos, y Jaime creyó reconocer al perro de Can Mallorquí. Tal vez delataba el paso de alguien aproximándose a la torre.
El sudamericano, habituado á las disputas de sus dos compañeros, se miraba las uñas negras con la melancólica desesperación de un profeta que contempla su patria en ruinas. Blanes, hijo de burgués, le admiraba por su origen. El día de la movilización había ido en París á inscribirse como voluntario montando un automóvil de cincuenta caballos. El y su chófer se alistaban juntos.
Este se sentó, sacó del bolsillo interior de su levita unos papeles, los desdobló y los puso sobre sus rodillas; se sonó en seguida estruendosamente la nariz por dos o tres veces, dobló su pañuelo con una sola mano alrededor del puño y lo depositó en su bolsillo, como un hombre habituado a todas esas añagazas y posturas preliminares de los discursos.
Palabra del Dia
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