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Actualizado: 4 de julio de 2025
Y como hombre habituado al aspecto imponente de la catedral abandonada, metíase en la sacristía como si fuese su casa, abriendo la cesta de la cena sobre los cajones y alineando los comestibles entre candelabros y crucifijos. Gabriel vagaba por el templo.
Al entrar en los pueblos gritaban: «¡Viva la religión!», pero a la más leve contrariedad, los combatientes de la Fe se hacían esto y aquello en Dios y en todos los santos, no olvidando en sus sucios juramentos ni a los más sagrados objetos del culto. Gabriel, habituado a esta vida errante, no se escandalizaba.
Levantábase tarde, se iba al casino y allí pasaba la mayor parte del día jugando al billar, en el cual llegó a ser extremado. A pesar de ser el niño mimado de la población, visitaba pocas casas. Prefería la vida estúpida y depravada del café, a la cual se había habituado.
El hijo del eterno ministro, habituado a la adulación y a la influencia social desde los tiempos en que era estudiante, iba notando el vacío de la indiferencia en torno de su personalidad diplomática. Nada significaba ya ser «el chico de Ojeda». Ahora eran «los chicos» de otros personajes de gloria más reciente los que merecían los empujones del favor.
La nariz algo aplastada por un golpe recibido en su juventud, y los ojos pequeños, oblicuos y tenaces, daban á su rostro una expresión de ferocidad asiática. Pero este gesto se esfumaba al sonreír su boca dejando visibles los dientes unidos y deslumbrantes, unos dientes de hombre de mar, habituado á alimentarse con salazón. Caminaba los primeros días por las calles desorientado y vacilante.
Se le acababa de ocurrir al señor Snell que era, como lo hizo observar, un hombre habituado a coordinar los hechos el relacionar con la caja de yesca, que en calidad de suplente del constable había tenido él mismo la honrosa distinción de encontrar, con ciertos recuerdos de un buhonero.
Resurgía el campesino, el hombre forzudo habituado a la violencia: sus puños se cerraban amenazantes. ¡Virgen María! ¡Santísimo Señor! rugía con una entonación semejante a la que usaban los malvados blasfemos cuando ofendían a Dios.
La riqueza vegetal de aquellas costas, bañadas por un sol de fuego que hace fomentar los infinitos detritus de los bosques, la abundancia de frutas tropicales, a las que el estómago del hombre de Occidente no está habituado, los cambios rápidos de la temperatura, la falta forzosa de precaución, la sed inextinguible que origina transpiración de la que aquel que vive en regiones templadas no tiene idea, la imprudencia natural al extranjero, son otros tantos elementos de probabilidad de caer bajo las terribles fiebres palúdicas de las orillas del Magdalena.
En su mirada opaca, distraída, leíase bien que había pasado por muchos casos raros y terribles, que había tratado gente de la más opuesta condición social y que no carecía de inteligencia y sagacidad. Era un hombre habituado al dominio, no tan sólo por su posición, sino por su valor, del que se decían cosas pasmosas en Sevilla.
Y como su fino oído de hombre habituado á la soledad creyó percibir cierto rumor inquietante en los vecinos cañares, corrió á la barraca, para volver inmediatamente empuñando su escopeta nueva. Con el arma sobre el brazo y el dedo en el gatillo, estuvo más de una hora junto á la barrera de la acequia.
Palabra del Dia
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