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Actualizado: 3 de junio de 2025


Como que ayer las niñas de la bordadora en fino, que vive en el cuarto número 8, llegaron pasito a pasito a nuestra puerta para oír lo que usted decía cuando nos contaba con desaforados gritos lo que pasó allá en las Austrias en la batalla de Pirrinclum, o no qué..., pues esos enrevesados nombres no se han hecho para mi lengua... Esta mañana, cuando usted entró de la calle, la comadre del número 3 y la mujer del lañador, dijeron: «Ahí va el pícaro flamasón que está en casa del Gran Capitán.

Incapaz de comprender siquiera las altas condiciones del artista, le reprochaba sin cesar con gritos de furia, la lentitud de sus estudios, la serena conciencia que ponía en su trabajo, impulsándolo a la premura productiva de la ruin producción comercial, y aun se dio caso de llevar ella misma ávidos mercaderes al taller de su propio marido, ausente éste, vendiéndoles a vil precio no acabados cuadros, con gran desesperación del artista sin ventura.

Escribo esta tradición para purgar un pecado gordo que contra la historia y la literatura cometí cuando muchacho. Contaba dieciocho años y hacía pinicos de escritor y de poeta. Mi sueño dorado era oír, entre los aplausos de un público bonachón, los destemplados gritos: ¡el autor! ¡el autor!

El gigante continuó disparando proyectiles de la misma especie. Corrían las damas, levantándose las faldas para huir con más rapidez. Otras pataleaban caídas en el suelo, pidiendo á gritos que las librasen de esta inundación aglutinante que las había clavado sobre el pavimento.

Despertóse sobresaltado y dando grandes gritos, hiciéronle coro los espectadores con sus carcajadas y bravos; pero sobre todo aquel estrépito se oyeron las voces estentóreas del vencido atleta, pidiendo que continuase la lucha. ¡Otra vez, otra vez! ¡Venid, arquero y por San Pacomio que os he de estrujar como un guiñapo! No en mis días, replicó Simón abrochando su coleto.

La plaza, con sus puestos de venta al aire libre, sus toldos viejos, temblones al menor soplo del viento, y bañados por el rojo sol con una transparencia acaramelada, sus vendedores vociferantes, su cielo azul sin nube alguna, su exceso de luz que lo doraba todo a fuego, desde los muros de la Lonja a los cestones de caña de las verduleras, y su vaho de hortalizas pisoteadas y frutas maduras prematuramente por una temperatura siempre cálida, hacía recordar las ferias africanas, un mercado marroquí con su multitud inquieta, sus ensordecedores gritos y el nervioso oleaje de los compradores.

Lo cierto es que D. Pedro Minio, marqués de Santa Bárbara, era persona imponente en una parada, o pasando revista de inspección en los cuarteles, o dando militares gritos en las varias Direcciones que desempeñó.

Y la vida huyó de aquel cuerpo, arrojada por el espíritu obcecado, que decía no querer nada de ella, porque él no la había llamado... Ya las zancadas y los gritos de Agapo se oían de nuevo. ¡Quilito! ¡Quilito! Dos hombres venían con él. Y todos tres buscaban, olfateando como lebreles, más cerca, más lejos, se iban y volvían, hasta que el pie del filósofo dió con el cuerpo del suicida.

Es el caso que en aquel momento llegaba de la tienda de Graells, donde acostumbraba a pasar las noches, el invicto ayudante de marina Alvaro Peña, que tenía su domicilio en la calle del Azúcar. Al escuchar los gritos de su amigo, echó a correr hacia el sitio, diciendo: ¿Qué pasa, Sinforoso, qué pasa? ¡Auxilio, don Alvaro, que me matan!

Á poco las tiendas arden, gritos de muerte se escuchan, presto los tristes no luchan degollados en monton, y Ayela, de horror transida, entre unos brazos se siente, y ve una mirada ardiente que la hiela el corazon.

Palabra del Dia

vorsado

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