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El padre Garau era el encargado de convencer a Rafael Valls, «hombre de ciertas letras, pero al que inspiraba el demonio un desmedido orgullo, impulsándolo a maldecir a los que le condenaban a muerte, y sin querer reconciliarse con la Iglesia». Pero, como decía el jesuita, estas valentías, obra del Malo, acaban ante el peligro y no pueden compararse con la serenidad del sacerdote que exhorta al reo.

Lo había desesperado con sus crueldades, impulsándolo a la muerte. Había que olvidarlo todo. Y su alma sencilla asomaba a los ojos con una expresión abnegada y cariñosa, mezcla de amor y ternura maternal. Gallardo parecía empequeñecido por el dolor, flaco, pálido, con un encogimiento infantil. Nada quedaba del mozo arrogante que enardecía a los públicos con sus audacias.

El sería navegante como sus antecesores, marino vagabundo, gozador de placeres exóticos, y tal vez consiguiera arrancar de paso algún secreto al gran misterio de las llanuras azules. La vida en aquel palacio afeado por las manías de su madre le resultaba incómoda y penosa, impulsándolo á huir.

Incapaz de comprender siquiera las altas condiciones del artista, le reprochaba sin cesar con gritos de furia, la lentitud de sus estudios, la serena conciencia que ponía en su trabajo, impulsándolo a la premura productiva de la ruin producción comercial, y aun se dio caso de llevar ella misma ávidos mercaderes al taller de su propio marido, ausente éste, vendiéndoles a vil precio no acabados cuadros, con gran desesperación del artista sin ventura.