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Es menester vivir, y usted es muy muchacho... Y las de su Tristán también, lo que no obsta para que haya allí el más sostenido alarido de pasión que haya gritado alma humana... Yo quiero tanto como usted a esa obra, y acaso más... No me refiero, querrá creer, al drama de Tristán, con las treinta y dos situaciones del dogma, fuera de las cuales todas son repeticiones.

Antes habían gritado por el sistema y ahora suspiraban por los derechos de la soberanía en su inmemorial plenitud.

Había gritado como un loco; se inclinaba fuera de la cama con marcada intención de caer al suelo; hablaba de una rueda y una calavera. ¿Qué era aquello, don Jaime?... El enfermo sentía el roce amoroso de unas manos dulces que arreglaban las ropas desordenadas, subían el embozo y lo apretaban en torno de sus hombros maternalmente, con el mismo cuidado acariciador que si fuese un niño.

Aquella voz había gritado con una entonación que partía el alma: ¿Dónde está mi mujer? ¿dónde está mi hija? Por el momento nadie le contestó. Al fin, uno de los oficiales de más edad adelantó y le dijo: Señor Francisco, es menester que vuesa merced tenga mucho valor. ¿Pero qué ha pasado? gritó con más desesperación, con más miedo, con más horror Montiño.

A don Víctor se le saltaron las lágrimas al ver a su enemigo. En aquel instante hubiera gritado de buena gana: ¡perdono! ¡perdono!... como Jesús en la cruz. Quintanar no tenía miedo, pero desfallecía de tristeza; «¡qué amarga era la ironía de la suerte! ¡

De repente se oyó un quejido desgarrador; un clamor de tortura que aterró á las dos mujeres, y casi en seguida se abrió la puerta y apareció el doctor, enjugándose la frente y diciendo: ¡Esto se acabó! El herido yacía sobre los almohadones, más pálido que antes y todavía inanimado. ¿Es él quien ha gritado? preguntó la señorita Guichard.

Á la vista de todos estos objetos la deshoja se alborotó, y á merced de la efervescencia pudo un colindante untar á su placer con una mona la cara del celoso y rechoncho mocetón que había gritado antes, de mentirillas.

Martínez, con botas altas, dos revólveres al cinto y su gran sombrero campesino de fieltro adornado con el águila de general, escuchaba á su jefe de Estado Mayor. Todo está listo. Nuestra gente se muestra conforme. Ya se aburría de tanta paz. ¿Qué grito damos? «¡Han violado la Constitución! ¡Abajo el gobiernodijo gravemente el caudillo. Eso ya lo hemos gritado, general.

Y decía: «Que me devuelvan mi bastón... mi bastón de vuelta, ¿eh?... un bastón que tiene una chapa de plata... una chapa de plata que hace un ruido al caminar, ¿eh?»... Y luego en la agonía le ha gritado: «¡Mi bastón, mi bastón!»; y ha muerto. ¿No le parece a usted raro, Azorín? Y Azorín ha contestado: No, querido Sarrió, no me parece raro.

Melia no dudaba de la habilidad de su amante, pero había querido eludir la prueba. ¡Cobarde! había gritado Kernok ; ¡pues bien! para enseñarte, voy a romper el vaso en que bebes. Y diciendo esto había empuñado una pistola, y el vaso de Melia, roto por la bala, había saltado en mil pedazos.