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Actualizado: 13 de junio de 2025


Y el marqués, poniendo su diestra en un hombro del desconocido, parecía agradecer la tristeza que se reflejaba en su rostro. La llegada a la casa de Gallardo fue penosa. Sonaron adentro, en el patio, alaridos de desesperación. En la calle gritaban y se mesaban los pelos otras mujeres vecinas y amigas de la familia, que creían ya muerto a Juanillo.

La comida avanzaba, y la locura de los comensales tocaba á su límite: las ánforas habían dado ya su última ofrenda de vino; los convidados las habían hecho llenar de nuevo, y hasta las mujeres, aturdidas, ó gritaban como furias ó callaban con perezoso recogimiento.

Aquella buena gente tenía que subir una cuesta bastante pina y no podía más. «¡Hué!, ¡a una!, ¡con mil demonios! ¡Otro empujón!... ¡AdelanteTodos gritaban a la vez, empujaban las ruedas, y el pesado cañón, asomando el largo cuello de bronce entre la enorme cureña, por encima de las laderas, rodaba lentamente y estremecía el pavimento.

¡Adiós! ¡adiós! ¡muchas gracias! gritaban desde el balcón la tía, la doncella y toda la familia del hortelano. Rafael, abandonando el timón, con el rostro vuelto a la casa, sólo veía aquella arrogante figura, que agitaba un pañuelo saludándoles.

En fin, lo que acontece muchas veces en estos, sucedió en la ocasión presente. Los que más gritaban, pudieron más; y quedó decidido que aquel poderoso y terrible animal muriese en regla y dejándole todos sus medios de defensa. Pepe Vera salió entonces armado a la lucha. Después de haber saludado a la autoridad, se plantó delante de María y la brindó el toro.

¡Sentarse! gritaban los más prudentes, privados de la vista del redondel, donde seguían trabajando los toreros. Poco a poco se calmaban las oleadas de la muchedumbre; las filas de cabezas tomaban su anterior regularidad, siguiendo las líneas circulares de los bancos, y continuaba la corrida.

Sólo el abad pareció pronto á lanzarse sobre el rebelde novicio, pero dos monjes que junto á él se hallaban lo asieron por los brazos y lograron ponerlo fuera de peligro. ¡Está poseído del demonio! gritaban los fugitivos. ¡Pedid socorro!

Las de abajo gritaban también y se cogían con fuerza al brazo de los caballeros. Algunas se desmayaron. Fué un momento de angustia indescriptible. Creían llegado el fin de su vida. Y el director no cesaba de gritar: ¡Esos taquetes! ¡Esos taquetes! Y las voces de abajo se oían cada vez menos distantes: ¡No puede ser! ¡No puede ser!

Los vizcaínos que en otros tiempos iban en sus barquitos á la pesca de la ballena, valen más, para , que todos esos héroes cabelludos y zafios que en Padura gritaban ¡sabelian, sabelian sarrtu! avisándose que debían herir con sus chuzos á los españoles en el vientre. Este es un país que no ha dado en los tiempos pasados más que obispos y marinos.

El silencio que siguió al tumulto tenía algo de solemne, y cuantos hombres lograron escapar a la carnicería se miraban unos a otros con gravedad, como admirados de volverse a ver. Algunos llamaban al amigo; otros, al hermano, que no respondía, y dirigiéndose en su busca por la trinchera, a lo largo de los parapetos o por la rampa, gritaban: «¡Eh! ¡Jacobo, Felipe! ¿Eres

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