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Actualizado: 13 de noviembre de 2025


Por todos los senderos se alejaban grupos multicolores: unos obscuros, sin escolta alguna, marchando lentamente, como si se arrastrasen, con la miseria de la ancianidad; otros bulliciosos, de faldas inquietas y pañuelos ondeantes, seguidos a distancia por una tropa de atlots, que gritaban, relinchaban y corrían para advertir su presencia a las muchachas. Aún quedaba gente dentro de la iglesia.

Cachucha iba delante con su enorme sable desenvainado y haciéndole girar de un modo vertiginoso por encima de su cabeza. Al penetrar aquella turba en el jardín, todos gritaban a un tiempo como si se hubieran ensayado: ¡Está rabioso, está rabioso!... ¡Matadle, matadle!...

La losa enorme es abandonada; las que más gritaban se escurren por donde pueden; cuando las brigadas llegan a las puertas de la Granera, el motín se ha disuelto, sin dejar más señales de su existencia que dos medianas baldosas, arrimadas al portón, y algunas mujeres dispersas, inofensivas, en medrosa actitud. La Tribuna se porta como quien es

La división se conmovió toda, y dos batallones de reserva avanzaron para restablecer el orden. Gritaban los jefes hasta quedarse sin voz, y todos se ponían a la cabeza de las columnas, conteniendo a los que flaqueaban y excitando con ardorosas palabras a los más valientes.

Estuvieron los muchachos atentos, supieron el caso, y no había asomado Lope por la entrada de cualquiera calle, cuando por toda ella le gritaban, quién de aquí y quién de allí: "¡Asturiano, daca la cola! ¡Daca la cola, Asturiano!"

Los soldados del general Salom llegaban de noche hasta ponerse a tiro de fusil, y gritaban: A Lima, muchachas, que la patria engorda y da colores palabras que eran una apetitosa promesa para las pobres hijas de Eva, a quienes el hambre y la zozobra traían escuálidas y ojerosas.

Representóse la Vida de San Antonio, y cuando la obra merecía aplausos, gritaban ¡víctor! ¡víctor! todos los espectadores, habiéndoseme dicho que tal es la costumbre del país. Me llamó la atención que el demonio no se diferenciaba en nada de los demás actores, si se exceptúan sus medias encarnadas y dos cuernos que llevaba en la cabeza. La comedia, como todas, se dividía sólo en tres actos.

No lejos de ellos, y por cierto molestándolos a veces no poco, había dos o tres grupos de alborotadores, y a lo lejos se oía el antipático estrépito del dominó, que habían desterrado de su sala los venerables. Los del dominó eran siempre los mismos: un catedrático, dos ingenieros civiles y un magistrado. Reían y gritaban mucho; se insultaban, pero siempre en broma.

¡Ya han fondeado, ya han fondeado los buques! gritaban a nuestra alrededor. Vea, señor, le decía un negro a un caballero petizón, que en vano se empinaba para poder ver; vea, allí, allí y apuntaba con el dedo índice. ¿Adonde? ¿adonde? interrogaba el otro impaciente, parado sobre la punta de los pies.

En aquel momento sonó una detonación, y poco después se oyeron las voces de los criados que gritaban: ¡Fuego! ¡fuego en la cámara de su excelencia la señora condesa! ¡Eso es que Quevedo se me escapa! exclamó doña Catalina. Y corrió desolada al lugar del incendio. Entre tanto el conde sacó del bolsillo una carta, la retorció y la puso á la luz. Aquella carta ardió.

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