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Actualizado: 17 de mayo de 2025
Bueno, bueno; yo me entiendo. Doña Paula se puso en pie y arrojó la punta del pitillo apurada y sucia. Prosiguió: No quiero más cartitas; no quiero conferencias en la catedral; que vaya al sermón la señora Regenta si quiere buenos consejos; allí hablas para todos los cristianos; que vaya a oírte al sermón y que me deje en paz. ¿Con que Glocester?... Sí, y don Custodio.
Precisamente el trabajo de maquiavelismo más refinado del Arcediano consistía en mantener en la apariencia buenas relaciones con «el déspota», pasar como partidario suyo y minarle el terreno, prepararle una caída que ni la de don Rodrigo Calderón. Vastísimos eran los planes de Glocester, llenos de vueltas y revueltas, emboscadas y laberintos, trampas y petardos y hasta máquinas infernales.
Al día siguiente Glocester delante del Magistral, sin compasión, refería en la catedral todo lo que había sucedido en el baile. «La aristocracia se había encerrado en un gabinete, en el gabinete de lectura, para cenar y bailar, y doña Ana Ozores, la mismísima Regenta que viste y calza, se había desmayado en brazos del señor don Álvaro Mesía».
El médico era alto, fornido, de luenga barba blanca. Vestía con el arrogante lujo de ciertos personajes de provincia que quieren revelar en su porte su buena posición social. Era una hermosa figura que se defendía de los ultrajes del tiempo con buen éxito todavía. Don Robustiano era el médico de la nobleza desde muchos años atrás; pero si en política pasaba por reaccionario y se burlaba de los progresistas, en religión se le tenía por volteriano, o lo que él y otros vetustenses entendían por tal. Jamás había leído a Voltaire, pero le admiraba tanto como le aborrecía Glocester, el Arcediano, que no lo había leído tampoco. En punto a letras, las de su ciencia inclusive, don Robustiano no podía alzar el gallo a ningún mediquillo moderno de los que se morían de hambre en Vetusta. Había estudiado poco, pero había ganado mucho. Era un médico de mundo, un doctor de buen trato social. Años atrás, para él todo era flato; ahora todo era cuestión de nervios. Curaba con buenas palabras; por él nadie sabía que se iba a morir. Solía curar de balde a los amigos; pero si la enfermedad se agravaba, se inhibía, mandaba llamar a otro y no se ofendía. «
Había vuelto a pasar, había mirado mejor y con disimulo, y pudo conocer, a pesar de las sombras de la capilla, que una de aquellas damas era la Regenta en persona. Entró en el coro, y se lo dijo a Glocester.
Adulaba a Glocester y le animaba a luchar por la justa causa de sus derechos. Glocester, halagado, y con color de remolacha, dijo al oído del confidente: ¿Será libre elección de esa señora?
Tenía que hacerle ciertas preguntas que, no tratándose del Arcipreste, podrían ser peligrosas. Glocester había olido algo. «¿Cómo no se marchaba el Magistral? ¿Cómo sufría aquella jaqueca? No, pues él tampoco dejaba el puesto». Era el de Mourelo el más cordial enemigo que tenía el Provisor.
¡Ya lo creo! ¡ya lo creo! y lo siento.... Pero ese Obispo, ese bendito señor.... En fin, ¿qué quiere usted? indicó Glocester sonriendo con malicia.
Sí, señor interrumpió la marquesa de Vegallana, que no toleraba los discursos de Glocester ; sí señor, su madre era una perdida, corriente; pero la chica se presenta bien, según dicen sus tías; es muy dócil y muy callada. Ya lo creo que calla; como que no puede hablar aún de pura debilidad. Esto lo dijo el médico de la aristocracia, don Robustiano, que asistía a Anita.
El Obispo había hablado a los señores del margen, a la Audiencia Territorial ni más ni menos mal que al común de los fieles». El actual regente que no era Quintanar había dicho, en confianza, a un oidor que el sermón no tenía miga. El oidor había corrido la noticia, y el fiscal se atrevió a decir que el Obispo no se iba al grano. Para irse al grano Glocester.
Palabra del Dia
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